Alex Garland se estrena en la dirección con un guión que cumple con sus características habituales. Utiliza un pequeño universo, concentrado en pocos personajes separados del mundo, y se sirve de él para plantear cuestiones sociales, que es básicamente lo que hace en todas sus historias. Utiliza el suspense psicológico, apoyándose en los aspectos más turbios del ser humano; rasgo habitual en su cine. Y por otro lado, barniza su ciencia ficción con elementos creíbles y serios, sin caer tampoco en el excesivo tecnicismo.
Antes de construir su historia encerrada, nos sitúa con un par de escenas. Muy sencillas, muy ágiles, porque no necesita rellenar, solo quiere llegar a su centro de operaciones. Sin embargo, en ambas nos centra en la historia con precisión. En la primera escena, sin siquiera diálogos orales, nos explica la sinopsis: el concurso, el programador, la aventura. Y al mismo tiempo, nos adelanta ya algunas claves importantes: el tipo de compañía que es Bluebook -léase Google- la actitud del protagonista y el reconocimiento facial con el que alguien está controlándolo todo, la comunicación online. La siguiente escena, ya en el helicóptero, nos deja claro, con un par de frases, el imperio del genio: “llevamos 2 horas sobrevolando sus tierras”. Y con estos dos apuntes, ya estamos preparados para adentrarnos en la película.
Después de casi dos siglos, la sombra de Mary Shelley sigue estando presente sobre la mayoría de las historias de creación de vida. El protagonista llega al castillo de Frankestein. Un bunker ultrasofisticado dentro de un bosque paradisíaco, muy al gusto del escritor de La Playa, sí, pero su castillo al fin y al cabo. Aquí la película pide al espectador una licencia: creer que una persona aislada haya hecho tremendos avances tecnológicos al margen de la industria. Una licencia imposible que la convierte en ese cuento gótico clásico al estilo de Shelley, que la acerca a historias de científicos villanos en su isla (del doctor Moreau) o en su castillo (del dorctor Frankenstein). La locura del creador, la rebeldía de la creación, la relación entre ambos; todo está claramente influido por la seminal novela de Shelley. Aunque el terror gótico está sustituido por un suspense psicológico y por una siniestra frialdad. El personaje de Nathan, interpretado con mucho carisma y acertado desparpajo por Oscar Isaac, es fácilmente entendible por cualquier espectador que haya tenido un jefe tirano que pretende hacerse el simpático. Pero también es el ego del creador científico, que hace lo que hace sin consideraciones morales, porque puede. Un doctor Frankenstein del siglo XXI, con pintas de programador de look indio e indie.
En cuanto a esa siniestra frialdad, quizá sea el aspecto de mayor valor de la dirección de Garland. Sus bellas “maniquíes” en el armario, esa demostración continua de la lo artificial, esa sensación de carencia de alma. Garland planea continuamente sobre la duda del interior de Ava -deliciosamente interpretada por esa gran promesa que es Alicia Vikander- haciéndonos partícipes de su test de Turing. Pero sobre todo, pone el acento en los cuerpos, en los miembros, con una morbosidad inquietante alrededor de esas ortopedias tan bonitas. La inquietud de la ambigüedad de esta carne sintética se mezcla con el sugerido fetichismo sexual del científico. Un coleccionista de supermuñecas. La mujer como objeto llevado hasta el extremo. En este sentido, hay una clara referencia a la cosificación de la mujer como sirvienta sexual, especialmente visible en la escena en la que la exótica empleada derrama el vino. Si Blade Runner tenía una segunda lectura en clave de racismo, esta lo tiene en clave de machismo. De esta manera, es más fácil empatizar con el personaje de Ava, de quien no tenemos clara su humanidad, que con el científico. Como ocurría con 28 días después, donde Garland buscaba un paralelismo entre los zombies y el las personas deshumanizadas; aquí vemos como el humano se comporta con una conducta puramente racional, carente de compasión, como la que esperaríamos de una máquina.
Y es que, como la mayoría de historias acerca de la inteligencia artificial, esta habla más de la inteligencia humana, por comparación. El test de Turing está dirigido a todos, también a los humanos. Se plantean las cuestiones universales sobre nuestra programación. Estamos programados para unos gustos sexuales concretos, preferencias, orientación. Decisiones que no hemos tomado. Garland lo lleva al extremo, hablando de la cuestión que más a menudo solemos tener en cuenta como rasgo humano: el arte. Esta idea ya la utilizaba en Nunca me abandones, donde el arte era la prueba de humanidad por excelencia. Aquí la cuestión no es tanto si Ava es capaz de hacer arte, sino plantear si el arte es realmente algo diferenciador. Gran ejemplo el del exquisito cuadro de Pollock y su pintura semiautomática, y por lo tanto, en gran parte, no autoconsciente. Los instintos y la intuición como un tipo de programación que difícilmente pasarían un exigente test de Turing, si no fuera porque lo aceptamos como nuestro. La conclusión es inevitable: el protagonista duda de su propia humanidad.
Muchas más preguntas que respuestas, como es habitual en este subgénero. Preguntas acerca de nuestra consciencia. Para ello, se echa mano de algunos ejemplos científicos como el de El cuarto de Mary para preguntarse una vez más si es lo mismo sentir el color que saber lo que es el color. Lo que se puede llevar a la filosofía más compleja acerca de la mente y los qualia, o podemos interpretarlo como algo mucho más prosaico como es la invitación a vivir las experiencias vitales por uno mismo.
Si vamos a los aspectos más técnicos, menos filosóficos, encontramos una idea que, a mi entender resulta interesante como complemento a la inteligencia artificial: el Big data. Google (Bluebook en la película) ha comprado un montón de empresas de Inteligencia Artificial. Su algoritmo cada vez tiene una comprensión mayor de la semántica y es capaz de tomar decisiones muy humanas. La ingente cantidad de datos humanos que se digitalizan hoy a través de las redes sociales y otros medios, hacen que exista una red de “emociones” inmensa que se convierte en una base ideal para la experimentación con inteligencias artificiales. Hace unos meses, Twitter reconoció que el 9% de sus usuarios son bots. La idea de utilizar la participación -en esta caso involuntaria- de millones de personas entronca con la idea del crowdsourcing que ha dado lugar a iniciativas como reCaptcha, el captcha que se utiliza para digitalizar el New York Times. Dos apuntes sobre esto: un captcha es un test de Turing; reCaptcha fue comprado por Google.
La película amaga, sobre todo al principio, con adentrarse en un lenguaje técnico, alejado del espectador. Usando palabras como “estocástico” (no determinista). Pero el propio científico se permite frenar a su alumno: no le interesan los detalles técnicos, sino más bien las emociones. Parecen unas palabras dichas con un guiño hacia los espectadores. La película mantiene así su nivel de ambición intelectual huyendo del vocabulario complejo. En cuanto al tono, prescinde de la acción que vemos en la mayoría de los guiones de Garland y se acerca más a la pura reflexión de la citada Nunca me abandones. Eso sí, manteniendo siempre ese ambiente de inquietud y una cierta tensión psicológica, amparada, sobre todo, en la debilidad del protagonista, un más que correcto Domhnall Gleeson. Un final algo anticlimático que no pretende golpear, sino avanzar con fría calma hacia un desenlace muy abierto. No es una película fácil en ningún sentido.