Saw fue un soplo de aire fresco para el cine de terror, pero sobre todo fue una de las películas más rentables del año. Tras triunfar en la Semana de terror del 2004, recorrió medio mundo reventando las taquillas de allí por donde pasaba.
Rodada con cuatro duros, Saw no contaba nada nuevo ni lo hacía de forma novedosa, pero pegó fuerte con una sola baza: un espectacular y sádico diseño de las trampas y torturas en las que caían las víctimas. De alguna manera, tenemos el mismo esquema que con Seven, pero a lo bestia.
Y ya está: fórmula de una sola baza, taquillas reventadas y a casa. Pues no. No porque ningún productor puede permitirse dejar un éxito así de lado. Todo el mundo sabe que, hoy en día, si no haces una trilogía es que no haces cine. Así que detrás de ese primer e impactante éxito nos llegó una segunda parte (que, siendo sinceros, no he visto) y ahora nos llega ésta tercera.
¿vale la pena ir al cine a ver una fórmula ya gastada? La respuesta, una vez más, se construye alrededor de la misma idea: la gran baza de Saw es el diseño de torturas, si vuelven a ser espectaculares e impactantes habrá valido la pena. Si no, no. Da igual la historia (excusa) que haya por detrás: torturas molonas y punto.