La necesidad de Ron Howard de evocar a esos grandes personajes un tanto anónimos que de alguna manera se autogestionan y realzan ante las dificultades en una América muy distinta de la actual, obliga al director a trabajar en una especie de poética que deja como resultado films muy bonitos, con todas las consecuencias, y deja entrever una belleza de sentimientos que como producto acabado suele caer en buena gracia.
La historia de un boxeador que tiene que volver a pelear tras dejarlo debido a sus situación económica es carne de cañón para solventar a un Russell Crowe que ya habiendo trabajado con el director volverá a dejarnos ese personaje tierno pero hosco que al final, no guste o no, se mete en nuestras mentes y corazones con un aplauso marcado al final de la película.