Uno se queda clavado en su butaca al
final de la película, abrumado por dos horas y media intensas,
confuso por lo críptico de la propuesta y, sobre todo, con la
sensación de haber visto otra obra de arte de Paul Thomas
Anderson.
En muchos sentidos, esta podría ser
una secuela de Pozos de ambición. Primero por sus
similitudes, tanto estéticas como de estructura y personajes. Pero
también lo es por su temática. Aquella nos situaba en los comienzos
del siglo XX, en el triunfo del capitalismo voraz sobre la religión
en Estados Unidos. En la misma línea, como si se tratase de una saga
sobre la historia americana reciente -y en este sentido podemos
incluir también a Boogie Nights como un retrato del cambio de
mentalidad en la sociedad americana de los 70 a los 80-, se centra en
los efectos de la posguerra y en la necesidad de una nueva religión
que cubra las nuevas carencias. Esa religión moderna que ya no
habla de pecado y de sacrificio, que se envuelve en pseudociencias
para ofrecer tan solo una cosa: una vía de escape para miles de
americanos desquiciados por la guerra y perdidos en un nuevo tiempo
que no comprenden.
De un lado, esta religión -tan
oportunista como las primeras prospecciones petroliferas- encarnado
en el personaje que Philip Seymour Hoffman interpreta con el
carisma contenido que pocos actores son capaces de conseguir. Del
otro, el desquiciado y perdido: un asombroso Joaquin Phoenix en la mejor interpretación de su carrera, excesivo, descontrolado,
desfigurado. El mayor creyente de la secta es la mayor prueba de su
impostura: su fervor llega tan lejos que pronto se convierte en un
problema. Anderson lo muestra en sus excesos de violencia o en su
ímpetu participando en las terapias de las que quiere extraer algo
real a toda cosa. Su fe ilumina la mentira, el montaje.
Todo esto, y mucho más, nos lo cuenta
el autor con una maestría incomparable, megalómana y a la vez
detallista. Con unas imágenes que entran a fuego en la retina, con
esos personajes visibles, pero a contraluz, cargando enormemente la
información del plano. Con esa brillante banda sonora de Jonny
Greenwood, agotadora, que incluso llega a superponerse con la
música diegética. Nuestra percepción es bombardeada con una
sobreexposición de impulsos.
Pero lo que hace que la experiencia
audiovisual alcance una verdadera transcendencia, es la capacidad del
director para crear ambientes estrechamente ligados a la narración.
Toda la parte inicial en la guerra, está barnizada de una atmósfera
desconcertante, con un montaje disperso, lleno de elipsis, afianzando
el ambiente insano, la semilla de la locura, la desconexión absoluta
de las convenciones sociales. En la parte en la que el protagonista
deambula perdido, se cambia constantemente de colores y de luz,
remarcando lo errático de ese momento de su vida. El encuentro con
la secta no puede ser más gráfico: el protagonista se embarca en ella, y lo hace en un grandioso plano secuencia que nos indica que
el momento es trascendente. Pero también tiene un cierto halo
hipnótico, que se sustenta en la borrachera -al día siguiente no
recordará nada- y que en parte le convierte en un insecto atraído
por las luces, un sonámbulo siguiendo su instinto.
The Master está
cargada de este tipo de matices. Y sobre ellos, esos dos monstruos de
la interpretación ofreciendo un trabajo emocional brutal. Una
película que golpea y agota al espectador, sin ofrecer facilidades,
fascinando, impactando. Un retrato brillante de una época y de un
alma atormentada, de una vida rota.
Otra
obra magna de Paul Thomas Anderson.