David Lynch es sin duda uno de los mejores exponentes del denominado cine de autor actual. Cualquiera que haya profundizado un mínimo en su filmografía sabe de sobra que en su persona coexisten dos realizadores muy diferentes. Uno es el Lynch accesible, el de Una historia verdadera o El hombre elefante, un director impecable a la hora de narrar historias apreciadas por todo el mundo. El otro es el Lynch retorcido, que gusta de usar la ambigüedad y el misterio en sus obras, al que le encanta escarbar en la perfecta fachada social para sacar a la luz toda la porquería que esconde tras su inmaculada apariencia. Ese es el Lynch de Terciopelo azul, Mulholland Drive o su última obra, Inland Empire. Precisamente sobre el proceso creativo de esta última versa el documental que ahora nos ocupa.
Nos vamos a encontrar con una producción modesta en extremo, rodada con unos escasísimos recursos pero realizada desde la más absoluta veneración al director. No se trata solamente de ver en directo al realizador dirigiendo a sus actores, preparando al equipo técnico o planificando cada toma de su película, sino que cabe esperar que a través de estas imágenes podamos profundizar en la personalidad del propio David Lynch, una figura tan apasionante como polémica. Se trata, en cierto modo, de descubrir al director a través del proceso creativo que desempeña, algo sumamente interesante para todos los estudiosos de su cine. Para el resto de espectadores, Lynch resulta un documental cuyo interés es más bien escaso. Solo los más acérrimos seguidores del bueno de David, conocedores de su extravagante personalidad, acudirán a verlo encantados, dispuestos a descubrir qué mente se esconde tras la mirada del creador de Twin Peaks. Por si nadie se ha dado cuenta, yo soy uno de ellos.