Tiro en la cabeza es una película muy difícil de analizar, aunque se pueden decir muchas cosas de ella. Creo que era mi compañero Beiger quien sentenciaba en una de sus críticas que el aburrimiento en el cine es un pecado mortal. Si se verifica este principio, el film es un fracaso en toda regla. No obstante, es discutible el hecho de que una película aburrida tenga que ser necesariamente mala, aunque si se le da una vuelta de tuerca al razonamiento, si su temática es interesante no tendría por qué hacerse aburrida. Pero el objetivo del último trabajo de Jaime Rosales no es entretenernos ni contarnos algo interesante. No van por ahí los tiros.
Entramos aquí en el terreno del arte, del cine entendido como un medio de expresión que no tiene por qué buscar el agrado del espectador. Se trata de un cine experimental bastante relativo, porque las propuestas estéticas de las que se sirve no son del todo novedosas. Eso de que Tiro en la cabeza es algo nunca visto es una mentira como una casa. Durante toda la película asistimos a una colección de eternos planos fijos que además enfocan una serie de sucesos cotidianos desde la distancia. Así, vemos como el protagonista compra el periódico, asiste a una fiesta o se prepara para acostarse. Todo ello enfocado desde el exterior de las ventanas o al otro lado de la calle, en unas tomas aparentemente casuales. En consecuencia, no hay diálogos y todo lo que escuchamos es el sonido ambiente. En algunos momentos uno se revuelve en la butaca.
Con toda esta parafernalia la película consigue lo que se propone, que es hacernos ver las cosas con un hiperrealismo insuperable, además de presentar al protagonista como un tipo con una vida normal. Así, la segunda parte del film nos impacta de un modo brutal. La escena cumbre en la que los terroristas descubren a los policías vaticina la tragedia. ¡Que inquietantes son esas miradas de reojo en la cafetería de la gasolinera! El asesinato que sigue en el aparcamiento es desapasionado, frío, realista. No es casual que oigamos entonces las únicas palabras de la película. Esta parte está tan bien realizada que casi compensa todo el tedio anterior, aunque no basta para justificar las escenas de la huida, que nada nuevo aportan a la historia. Sin un desenlace concreto, el film ha logrado ordenar cronológicamente los eventos anteriores y posteriores a la masacre.
Aquí no se debe hablar demasiado de actuaciones, fotografía o sonido. Los aspectos técnicos quedan en segundo plano. A la película le basta muy poco dinero para obtener esa estética sorprendentemente ajena al documental y más propia de las noticias locales de un telediario. Por su parte, los intérpretes locales improvisan sus papeles, aunque cuando Ion Arretxe tiene que demostrar que es el único profesional del reparto deja bien alto el pabellón. No vamos a entrar a trapo en su polémica naturaleza oportunista. Tiene mucho más sentido detenerse a pensar si la película aporta algo nuevo al problema del conflicto vasco. ¿Humaniza la imagen del terrorista? ¿Consigue que reflexionemos? ¿Es una auténtica tomadura de pelo? Preguntas de difícil respuesta que prometen ser diferentes para cada espectador.
Lo cierto es que Tiro en la cabeza ha nacido para ser apedreada. Aunque nos la hayan vendido como una auténtica revolución del cine español, su salida comercial brilla por su ausencia. Gana algunos enteros por todas esas preguntas sobre la naturaleza del cine que adelanta el título de esta crítica. Es de presumir que si plantea todas esas reflexiones al espectador interesado, el film del director de La soledad tiene un cierto interés analítico, pero eso no quita para que sus nulas concesiones al espectador medio la conviertan en una rareza. Esas tres estrellas indiferentes son probablemente el peor insulto que puede hacerse a su valiente trabajo.