Ya dije hace un tiempecito, en mi post-crítica (y observo que recientemente mi compañero Hypnos recoge la misma idea en su precrítica), que intuía que Children of men iba a ser más un trabajo de política-ficción que de ciencia-ficción. Y así es, más allá de coches ligeramente rediseñados y algún detalle similar. Pero, sobre todo, Children of men es un peliculón, una lección de cine, de narración, puro talento.
Una lección de concisión narrativa, cuando así debe ser, y de lirismo visual, cuando así puede ser. No hay un mal detalle, una mala elección en todo el metraje. Su aplastante pesimismo, su desazón, su descorazonadora visión futura, hunden al espectador en la butaca, pero manteniéndole siempre agarrado de los hombros para zarandearlo cada dos por tres con una nueva sorpresa o, a menudo, con nuevos hallazgos visuales (hablaba mi compañero Sherlock de la escena del coche; es simplemente antológica, me atrevería a a decir que insuperable). Una desazón, decía, que aplasta al espectador hasta sus penúltimos planos. Sólo entonces, justo ahí, en sus últimos encuadres, perdidos en la niebla marina, se permite un atisbo de esperanza. Un atisbo de futuro, que lo es todo.
La verdad es que mucho y bien han hablado mis compañeros, ya, de Children of men, así que tampoco quiero repetirme. El atentado inicial. Los distintos planos secuencia. La escena en que todos bajan las armas, atónitos, ante el sonido puro del llanto de un bebé. Varias escenas de esas que uno no puede borrar de su memoria.