De un tiempo a esta parte estamos cansados de ver en las noticias a chavales que comenten crímenes atroces a edades cada vez más tempranas. Eso sin hablar del acoso escolar o el aumento de la violencia en las aulas. Todos estos fenómenos se remiten a un mal común: Hay maldad en los niños. James Watkins no pretende radiografiar estos problemas en su película, pero si que los hace planear como telón de fondo. No en vano, el viaje de la pareja protagonista comienza con una nada casual retrasmisión radiofónica. La mirada reprobadora de la profesora a una madre que castiga a su hijo con una bofetada es también significativa.
Steve y Jenny van a pasar un tranquilo fin de semana al campo. Pronto se darán de bruces con una generación de pequeños hooligans, violentos y peligrosos como ellos solos. En este sentido Watkins sustituye a los habituales dementes rurales del American Gothic por otra joven rama británica mucho más creíble. El tradicional enfrentamiento generacional y entre clases sociales sigue el curso esperado. Poco a poco, el director va elevando la tensión hasta alcanzar un punto de no retorno, aunque se excede demasiado en la escena en la que Steve se cuela en la casa de su agresor. Por lo demás, esta intranquilidad prorrogada es muy realista y nos va preparando para lo que se avecina.
Una vez alcanzado el climax y desatada la furia de los infantes, el ritmo de la película acelera sin apenas detenerse en lo que queda de metraje. La cámara se mueve con una fuerza tremenda por el calvario de mugre, sangre y fuego que han de pasar los protagonistas. La espiral de violencia termina cobrándose su precio sobre los propios perseguidores y finalmente sobre su victima. Sometida a la mayor de las presiones, guiada por una irrefrenable venganza que proviene de un lugar en el que la conciencia humana ya no entiende de razones, Jenny termina arrastrada a un infierno similar al que viviera Dustin Hoffman en Perros de paja. Al igual que en el film de Peckinpah, el terror despierta al animal que todos llevamos dentro.
Las actuaciones de todo el reparto -especialmente del elenco infantil- ayudan a que la violencia de la película sea creíble. Michael Fassbender cede el protagonismo a su compañera Kelly Reilly, que carga con todo el peso dramático del film a sus espaldas, pero la estrella indiscutible es precisamente el líder de la pandilla. El joven Jack O'Connell firma aquí un papel de psicópata de esos que se quedan grabados en la retina del espectador, encarnando a un maníaco capaz de quemar vivo a otro niño o acuchillar a un adulto con una frialdad impresionante.
Si al principio de la película el trasfondo social planea y más adelante subyace, en la escena final sale a la luz de forma devastadora. Detrás de esa fiesta en la que los adultos se divierten, ajenos a las correrías de sus vástagos, intuimos una serie de familias desestructuradas en las que la violencia es el pan de cada día. En este sentido, los hijos no son sino un reflejo de sus padres. La protagonista lo entiende cuando ya es demasiado tarde y se encierra en el baño tratando de evitar a la desperada un final trágico. El plano fijo en su rostro, al más puro estilo Funny Games de Haneke, es soberbio.
Al margen de esta diluida lectura crítica, Eden Lake se nutre de todos los elementos del slasher habidos y por haber. Entonces, ¿qué la convierte en una película notable? Básicamente una fuerza y un sentido del ritmo imparables. Dejando a un lado segundas intenciones, cómo film de terror y thriller su factura es intachable. El trabajo de James Watkins es una película trepidante e inusitadamente cruda dentro del género, no tanto por su violencia sino por las connotaciones que deja flotando en el aire. Ese último plano del niño probándose las gafas de su victima frente al espejo es toda una metáfora visual. El mal ha triunfado sin recibir su merecido y no hay lección alguna en la violencia. Ni, por supuesto, mensaje.