Las expectativas estaban demasiado altas para el nuevo trabajo de Manuel Martín Cuenca y en el fondo, ha dejado sabor a poco. Pero aun así, no se puede dudar de la calidad de su afilada y fría dirección y de una nueva historia que abre mucho las posibilidades de sus narraciones, hasta ahora mucho más delimitadas por la cotidianidad dramática.
Un comienzo poderoso, con contundentes escenas sin palabras, nos presentan al despiadado personaje de Antonio de la Torre. Comedido en gestos, pero absolutamente perfecto en su papel de asesino implacable. Este hombre no para de demostrar que es capaz de encarnar cualquier papel.
Sin vanas ni absurdas explicaciones ni búsqueda infructuosa de motivos, se nos da a entender que mata para comer, ya sea por gusto, por necesidad, qué más da. Lo planea, lo busca, cualquier víctima es buena y no tiene remordimientos ante nada. Como prepara con cuidado los cortes de sus víctimas se compara con la meticulosidad en su trabajo. No tiene dudas, es calculador y paciente. Una vez entendido esto, la confesión final a la hermana de la vecina, es justificada. Por primera vez, no ha podido matar. Ha dudado, simbolizado por la elección del cuchillo, y se ha concedido un día para entender porque no ha podido asesinarla. Él no sabe que es el amor, nunca lo ha sentido, no sabe el motivo, pero dentro de su ordenado y metódico mundo, algo ha cambiado y se siente perdido, como el que descubre que una verdad invariable para él desaparece. Ella, que si que ha sucumbido a los mecanismo del amor, a la fe en una relación, enloquece y rabia ante la verdad. Tras el proceso del desengaño, llega la venganza y el volantazo fatal.
La dirección, excelente, más destacable que en Malas temporadas, menos poética que en La mitad de Óscar, pero que continua regalándonos encuadres hipnóticos y consigue estremecedoras escenas. Los pies rebotando sobre la losa es absolutamente perturbadora.
Una buena película, que narra sin hablar, que invita a la complicidad, interesante e inquietante y, que no gustará al gran público por la cadencia en el ritmo que posee siempre Martín Cuenca