Soportar los minutos de la película no ha sido especialmente duro. Tratar de encontrar los momentos en que el director ha tenido que tragar bilis ha sido un aliciente en un pasar de escenas a cada cual más ingenua y sin fuerza. El encontrar en la violencia y ritmo del film un fracaso no ha sido más que la constatación de lo que temía, que se trata de producto de autoconsumo estadounidense.
Batman y Robin, entrecruzados y adolescentes, sin rudeza, pesados y con demasiada lengua larga, ni siquiera la presencia de un malo pedante o una diva para poner el palmito, alegran un metraje que resulta soporífero y muy poco creíble.
Las escenas se suceden y el final es cada vez más previsible en una catarsis melodramática que da lecciones a un público que no lo necesita, un público atrevido y adulto que se siente estafado. Algún joven con paciencia puede que haya pasado el rato y poco más, ese es el legado de algo que nos podríamos haber ahorrado todos.