Ulrich Seidl es uno de esos
autores que hace poesía del patetismo. Quizá el máximo exponente
en este campo es Todd Solondz. Seidl no se queda atrás siendo
incisivo, grotesco, corrosivo. La gran diferencia es que mientras el
otro es cruel hasta el final con sus personajes, este nos permite
compadecerlos, incluso sentir ternura ante ciertas debilidades. Claro
que solo a ratos; la mayor parte del tiempo uno siente más bien
repulsión.
Ser un poeta del patetismo no es
sencillo, no basta con volcar un cubo de basura en la pantalla. Para
empezar, el artista debe ser capaz de extraer el patetismo de la
aparente cotidianeidad. Seidl lo hace de maravilla. Los europeos
tumbados en sus confortables hamacas, ignorando el grupo de keniatas
pacientes que les separa del arrecife. Puede bajarnos la líbido con
un giro de ventilador. Puede convertir las caricias y los besos en
una transacción asquerosamente antierótica. Esa fabulosa orquesta cebra, con guitarra capitán de barco. Todo parece tan normal y tan asumido, y eso lo hace aún más patético. Por otro lado, consigue
una belleza extraña, entre morbosa e hipnótica en todo ese mundo
patético. Lo feo es bonito. Esos colores relajados, esa paz entre el
caos, o los fugaces momentos de felicidad efímera.
Nos plantea una sátira que nos habla
del reparto de la riqueza, de los prejuicios raciales, de la soledad,
de la infelicidad, del lado oscuro del poder. Una obra ambiciosa y de
gran riqueza, que además no duda en trasgredir para grabar a fuego
su mensaje. Desde el minuto cero con los autos de choque con
discapacitados. Cuando uno cree que la película se queda a la deriva
y empieza a ser repetitiva, sube la apuesta y golpea sin miramientos.
Llega hasta donde quiere llegar sin ponerse ningún límite aparente.
Espero con interés el resto de la
trilogía. De momento, la película más sórdida del año.