Lo malo de que Polanski haya elegido a Dickens para mostrarnos su propio enfoque es que para ver la última del pequeño gran polaco hay que tragar a la colección de insoportables infantes que se acercan, padre de la mano, a ver un Oliver Twist que no es, ni por asomo, una película infantil o familiar.
Para nada. Pero lo mejor es que tampoco es una cinta que se explaye en la dureza o en el drama como si ocurría, por fuerza de necesidad, en El Pianista. Este Oliver Twist abandona auqella visión descarnada, dolida por lo personal, y recupera el ojo del Polanski que todos conocemos: el ojo cínico, penetrante, oscuro a la par que brillante. El combinado es armonioso: La banda sonora aporta benevolencia en momentos en que, ciertamente, se necesita; lo desagradable adquiere tintes poéticos (los planos sucesivos de los pìes de Oliver caminando por el campo, sobre tierra, grabilla, hierba... hasta que los zapatos van dejando de existir); la violencia está sabiamente más apuntada que mostrada (la muerte de Nancy apenas se deja ver; esas gotas de sangre, la sorpresa de la doncella, pocos apuntes más), y podría seguir con un largo etcétera.
Un largo etcétera que viene a demostrar que no estamos ante una adaptación de un texto de Dickens. Aunque así sea. Pero no, estamos ante una película de Polanski. El responsable de Chinatown ha hecho suyo algo que en muchos aspectos quizás le suene, le recuerde a su desgraciada infancia, para, esta vez, retornar a la cierta distancia con la que ha contado casi siempre sus grandes y mejores historias.
Los aciertos, en lo concreto, se refieren también al casting. Quizás no tanto en la elección de un Oliver, perfecto por su inocencia y melancolía eternamente pintadas en ese rostro de niño bueno, pero un tanto más limitado en otros registros; pero sí en el resto del reparto, especialmente por un Ben Kingsley que se aparece como la elección perfecta, sin paliativos, para el papel del obtuso Fagin.
Un Fagin al que Polanski reserva la escena más emotiva al final del metraje, en una cinta que en general va conociendo un perfectamente regulado crescendo de emoción, con un ritmo sobrio y sin baches que deja por el camino varios momentos realmente brillantes, como el precioso ballet, sin cortes, casi en plano fijo, con el que Fagin muestra a Oliver cuáles son los talentos de sus infantes alumnos/trabajadores.
Si acaso, y volviendo al ritmo de la película, quizás Polanski tome un poco de aire y haga una coda (bastante temprana) en el tempo narrativo al poco de empezar, justo en la llegada del chico a Londres. Hasta ahí, creo que es evidente, Polanski ha sido más impresionista de lo en él habitual, funcionando a brochazos y narrando de manera directa hasta lo veloz los problemas del chiquillo y la razón de su huída, campo a través. Una vez estamos en Londres, Polanski toma aire, respira, hincha los pulmones y permite que vayan apareciendo todos esos personajes que se aposentarán en la historia y que aposentarán la historia.
Es un placer descubrir que el genio polaco continúa en buena forma a su edad, que su identidad es mayor que nunca y que es capaz de elevar su voz sin estridencias por encima de una personalidad mayúscula como la de Charles Dickens.