Camino de la cruz, que en mi
opinión debería haberse traducido como, Viacrucis, es como
sus personajes: austero y contenido. 14 escenas, 14 planos secuencia.
Planos secuencia que en su mayoría son planos fijos, o, en algunos
casos, con movimientos discretos para reubicar la acción. Este
planteamiento requiere una coreografía muy trabajada de los actores
que son en muchas ocasiones el único aspecto que redefine el plano.
El primer capítulo/plano, que dura más de 10 minutos, es una
maravilla de diálogos vibrantes, que para más mérito, está
compuesto por varios niños, además de un impecable cura. No
recordaba algo así desde Hunger donde, por cierto, también
había un cura. El trabajo de todos los actores en la película es
excepcional.
Pero más allá de esos méritos, la
película tiene la necesidad de condensar sus ideas. Cada plano debe
tener una importancia capital en el desarrollo de la historia, por lo
que narrativamente se convierte en una sólida cadena, en el que cada
eslabón es crucial y sujeta con fuerza el conjunto. Eso también
tiene una contrapartida y es la cierta rigidez de la propuesta (uno
sabe que un personaje que parece estar a punto de irse, realmente se
va a quedar unos minutos más, en definitiva, que la escena se va a
prolongar).
La película habla sobre el
fundamentalismo, las creencias llevadas hasta los extremos más
absurdos, y cómo afectan en la educación, en la familia, en la
escuela. Se centra en una comunidad muy concreta, mucho más allá
del cristianismo, que nos puede quedar lejos. Aunque en realidad, es
aplicable a cualquier tipo de extremismo irracional y dogmatismo
autodestructivo que podemos ver en otros aspectos más habituales de
nuestro mundo.
Lo que me parece más interesante, es
cómo a través de una historia de personajes extremos, se tratan
algunos aspectos comunes a cualquier entorno. Si obviamos la cuestión
del fanatismo religioso, lo que tenemos es una historia sobre mobbing
al individuo diferente, sobre anorexia, sobre maltrato psicológico
doméstico. La niña no come porque quiere entregarse a Dios, aunque,
si profundizamos más en sus motivaciones, quizá no come porque no
se siente querida, por sentimientos de culpa, porque se siente mala
persona.
La discusión por ir a cantar a un coro
con un chico, nos puede resultar casi cómica, por los hilarantes
comentarios acerca del soul y el rock como música demoníaca, pero
no están tan lejos del conflicto habitual en las familias, con el
adolescente que empieza a querer relacionarse en fiestas y se inicia
en el amor. Y, por supuesto, tenemos una historia de amor de juventud
que está muy por encima de consideraciones religiosas. En
definitiva, la película nos habla de un extremo, pero no nos cuenta
nada que esté demasiado lejos de nuestra realidad.
Es un reverso divino a El exorcista -la niña hacia el final empieza a tener muy mala cara- en la que
vemos que tan malo puede ser tener el demonio en el cuerpo como tener
a Dios. Y sobre todo, que de buenas intenciones está lleno el
infierno. La rigidez del comportamiento recto puede llevar a las
aberraciones más absurdas. Esa misma rigidez que se autoimpone el
director, Dietrich Brüggemann, que decide hacer una ofrenda
cinematográfica, algo de lo que ha considerado que puede prescindir:
el montaje.
Aunque el director se permite algún
flirteo muy ambiguo con lo sobrenatural, su apuesta es en definitiva
terrenal. Prueba de ello es que de su rígido viacrucis decide
eliminar la última estación: "Jesús resucita de entre los
muertos".