Muchas películas juegan con dos niveles, el primero, el de
la trama explícita y visible; el segundo a un nivel metafórico, que requiere
una interpretación. Habitualmente es exigible que, por mucho valor que pueda
tener este segundo nivel, el primero cumpla unos mínimos aceptables que le
doten de cierta autonomía: que se pueda disfrutar de la película incluso sólo a
ese nivel. Sin embargo, ocasionalmente se dan algunas excepciones,
especialmente cuando ese segundo nivel contiene la clave de la trama. Ocurría
con la extraña The Fall de Tarsem
(precisamente Spike Jonze presentaba
aquella película) y con la interesante Tránsito de Marc Forster, que como esta, representaba metafóricamente un proceso mental.
Lo que interesa en la película es la transición del niño protagonista hacia un
paso más de madurez, de la incapacidad de controlar sus impulsos más salvajes a
un nuevo estado donde será capaz de relacionarse socialmente.
En la medida que interpretamos el proceso interno que sucede
en la mente del joven protagonista, la película se muestra rica, interesante y
pide nuevos visionados. Si perdemos este horizonte, sólo podemos ver un cuento
de niños, un primer nivel que puede resultar insulso para un adulto. Parte del
mérito de esta película es que un niño puede disfrutar de ella asimilando al
mismo tiempo el fondo de una manera inconsciente, sin racionalizarlo. Por ello,
pienso en ella como una película idónea para el crecimiento personal y
cinematográfico de los más pequeños. Normalmente lo que un guionista considera
"una película para niños" no es más que un guión con criterios de calidad mucho
más débiles que aglutina una serie de temáticas supuestamente interesantes y
cercanas para el niño. Sin embargo, Donde
viven los monstruos, ofrece una historia profunda en un lenguaje
sorprendentemente en sintonía con la mente infantil. Gran mérito de Dave Eggers que además ha sacado material de donde apenas había, manteniendo, eso sí, la esencia.
En cuanto al público adulto, no sólo puede disfrutar de esa
segunda lectura, sino también de una exquisita estética y puesta en escena.
Desde la primera secuencia, que aparece brusca tras unos logos adaptados, con
el crío corriendo por la casa, Jonze nos sumerge en una atmósfera realista tan
deliciosamente descuidada que rivaliza con la tecnología 3D en inmersión,
aunque por el camino contrario. Las imágenes con los monstruos siguen
manteniendo ese realismo (asombroso en el caso de los personajes ficticios)
donde las piedras chocan a nuestro alrededor. Además se consiguen planos
bellísimos en parajes emblemáticos. Una obra completa que funciona más que
nunca como un producto para todos los públicos.