Llegada la cita cualquiera quiere sacar brillo de lo que está orgulloso y si puede ser evitar por lo menos ahuyentar cualquier indicio o rastro de debilidad. Ser elegante no es renunciar. Pero Javier Rebollo continúa en una línea a mi entender de no crecimiento, de la película experimento y de lo que es peor, de querer contárnosla pero literalmente. Es lo que ocurre en La muerte y ser feliz, un infeliz ensayo sobre lo que puede llegar a mejor puerto si este director abandonara esa maldita tendencia y obsesión por ser esplícito con el espectador, con dejar bien claro a dónde quiere llegar y lo que quiere transmitir. Ser espectador conlleva tener ventajas, tener margen de maniobra pero sobretodo, tiene eso que llaman libertad para interpretar lo que las imágenes en movimiento le sugieren, lo que una palabra significa al principio o al final de la frase, en definitiva, la oportunidad que sólo el espectador tiene de poder y saber absorber todos los contenidos por el filtro personal de cada individuo. Para eso, señor Rebollo, mejor haga una película muda, sería no sé si más generoso y justo.
La cinta es fallida. Y lo es porque está en manos de Rebollo. Y su criterio, su toque personal está ahí como en La mujer sin piano. Y por si fuera poco y no aprendiendo de ruedas de prensa y despistes anteriores, ahora, encima nos la cuenta, con puntos y comas. Tiene guasa la cosa. Cualquier resquicio de ausencia de narración verbal me ha sabido a más y he disfrutado de José Sacristán cuando la dirección le ha dejado trabajar, interpretar. Un trabajo que pide a gritos ser soldado o partido en añicos para separar lo digno y lo justo por lo prescindible. Una road trip film made in Rebollo de color negro y tufo a vidas anónimas, a desastre y a oración. Hora y media de una ceremonia llamada funeral por culpa de su director. La vuelve a liar.