Pixar lo ha vuelto a hacer. Esta afirmación puede tener dos lecturas. La negativa será la de quienes crean que, una vez más, Pixar acaba jugando el mismo partido y entreteniendo al más pequeño, pagando el peaje de aburrir al mayor. La positiva es que, otra vez más, uno sale de ver una película de Pixar como quien sale de una hipotética consulta en la que hacen radiografías de los sentimientos y, en definitiva, del alma.
Han vuelto a clavar la misma estructura de las dos películas anteriores para lanzar un mensaje en dos dimensiones. La primera de ellas, en la relación horizontal entre todos los muñecos, subrayando valores como el compañerismo, la amistad, la solidaridad, el arrimar el hombro para ayudar en los momentos malos. Y es maravillosa la forma en que Pixar es capaz de integrarlos de una manera tan elegante y tan eficaz en mitad de un divertidisímo batiburrillo de aventuras que te cortan la respiración, como el momento en el que los muñecos están a punto de morir en la planta de reciclaje, donde el corazón se te encoge, de la misma manera que ellos se van dando la mano. Una suerte de live together, die together, parafraseando el famoso axioma de Lost.
Impagable el malo, un oso de color rosa, de aspecto inocente y de olor a fresas, no te fíes de las apariencias. Perfectamente conseguido ese malo tan siniestro, en forma de muñeca gigante, con homenaje incluido a El retorno del Jedi; ese mono vigilante, dispuesto a hacer sonar sus platillos; los chistes, manidos y no, sobre Ken y Barbie. Delicioso.
La segunda dimensión en la que se maneja la película es la vertical. Algo que me desconcierta. ¿Qué valores transmite la relación entre Andy y sus muñecos? ¿Lealtad? Los muñecos como ideas asimiladas a sus recuerdos y, su conjunto, a la niñez tendría sentido. Pero dado que todos y cada uno de los muñecos conforman personalidades, esa sensación de lealtad vertical me descentra. Más cuando uno ve reminiscencias a Rebelión en la granja y comentarios varios a sistemas de gobierno, chistes inclusive. No sé.
No obstante lo anterior, me gusta que Pixar domine tan bien las reglas más básicas. De tal manera que es Woody quien decide separarse de Andy. Sólo pueden cambiar al final de una película aquellos que han tenido un desarrollo durante la película. Todo listo para una maravillosa escena final en la que cualquiera que haya sido niño no puede evitar quedarse compungido en la butaca. Una suerte de magdalena de Proust que provoca que uno salga del cine anhelando su infancia, recordando cómo era y reflexionando sobre cómo es.
Lástima que a la película le falte ese punch de brillantez conseguido con Up.