Que un director afirme, hablando de su cine, que no le importa demasiado hacer notar la diferencia entre realidad y sueño, es cuando menos para andarse con ojo. Suena sin duda a uno de esos cheques en blanco al guionista, que no al portador, para que haga un poco, como diría yo, lo que le salga del miembro. Si ese director es además el guionista, apaga y vámonos.
Y él caballero es en esta ocasión Kim ki-duk, un tipo que ha variado de soldado, religioso, pintor, y finalmente ha ¿terminado? en director de cine. Vamos, todo un tío raro. Pero mira por donde, lo que para muchos (entre ellos yo) es algo completamente contra pronóstico, parece que su cine no está mal.
Ya pre y postcritiqué en este medio su anterior película, de la que quedé bastante satisfecho. Lo que me ganó fue su aspecto visual, su fuerza en la fotografía y la simbología de la película. Esto es lo que espero encontrar de nuevo, y espero, que por mucho que diga estas cosas en las entrevistas, realmente él si tenga clara la diferencia entre realidad y sueño y el argumento tenga la coherencia que espero.
En definitiva, es una buena ocasión para ver algo de cine oriental (el de verdad, sin dagas voladoras –“la casa de las dagas voladoras” sería al cine oriental lo que “el penalti más largo del mundo” al cine español), es concretamente una coproducción corea del sur - japón (ya he manifestado en este medio muchas veces mí intención de animar a la gente a ese cine en alza que proviene de corea del sur, con películas de presupuesto más que aceptable y buena factura), y es una oportunidad de ver otro tipo de historias, salir del mundo gris habitual en el cine (“life aquatic” aparte).
Recomendada. Pero que tampoco se animen los fans de “Un canguro muy duro”, se requiere una cierta predisposición al cine intelectualillo, ese de comentar ante desconocidos para quedar de enterao.