Sucede finalmente lo que cabía esperar, Casino Royale no fue una reinvención sobre la que crear unas nuevas aventuras de James Bond, sino un puente para no desmantelar los rasgos de golpe. En Quantum of Solace, apenas queda algo identificable como elemento Bond.
Su predecesora, a pesar de romper con gran parte del pasado, en algunos sentidos incluso volvía a las raíces, recordando que Bond no era una sucesión de escenas de acción como venía siendo en las últimas entregas. Por esta razón, toda la larga partida de Poker resultaba refrescante y, sin duda, salvaba la película. Paul Haggis parece haberse olvidado de esto en la nueva entrega. También parece desganado y no surge ninguna escena emocionalmente intensa como la de Eva Green en la ducha. Incluso me pregunto si Haggis ha llegado a escribir una línea o ha delegado completamente poniendo sólo el nombre. No hay en esta secuela un sólo momento que pueda quedar en la memoria.
Los responsables del film están obcecados en borrar todo el rastro que encuentren de la vieja saga. La sintonía Bond aparece justo al final, casi como por puro trámite. La clase, el estilo del personaje apenas es apreciable más que de un modo estético, en ningún momento se aprecia en su carácter, en esta secuela no se ha adaptado, se ha eliminado. Si tanto se quiere renegar de la franquicia, me pregunto por qué no se inicia una nueva saga, como puede ser la de Bourne. Lógicamente me respondo yo mismo: la publicidad es mucho más rentable así. Hoy en día, hablamos, más que de una película, de un gran spot publicitario. La carrerita en el Ford Ka, está rodada exactamente igual que si fuera un anuncio de coches, acentuando las maniobras del vehículo.
Eliminando casi en su totalidad los elementos Bond nos queda una superproducción de acción común. Aunque Marc Forster hace un buen trabajo ofreciendo su personalidad con elecciones interesantes, se nota demasiado que en las escenas de acción -que no son pocas- se va a tomar un café mientras el equipo especialista se encarga de todo. Aunque la acción es vertiginosa y contundente, cosa que es de agradecer, se muestra continuamente rutinaria, mecánica, llegando a resultar en algunos momentos incluso hipnótica.
En la película, el villano celebra una fiesta para recaudar fondos cuando él es el primer depredador ecológico. A modo de un interesante aunque involuntario espejo, esta hipocresía es la misma que se esconde tras el film. Dentro de una superproducción vendida al mejor postor, nos quieren hablar del cambio climático, la pobreza, las injusticias políticas en Latinoamérica... Quizá Haggis le vendió a Marc Forster así el proyecto, pero está claro que si todos estos elementos aparecen en la película es por una razón muy simple: es lo que se lleva. En cualquier caso, nada de eso aporta algo de dramatismo al la historia, porque tampoco está desarrollado.
Una película de acción que no termina de aburrir, pero que no contiene absolutamente nada. Un guión considerablemente más flojo y sobre todo más vacío que el anterior. Si parecía haber una esperanza para la saga, aquí ha vuelto a encallar. El único modo de salvarla es ofreciéndosela a un director talentoso y, sobre todo, permitiéndole trabajarla con libertad. Lógicamente esto no ocurrirá mientras siga dando dinero, será necesaria una nueva sequía.