Tiene un gran problema la nueva película de Sofia Coppola: lo que le interesa no es María Antonieta, sino una adolescente cualquiera en plena ebullición hormonal, encantada de que los chicos le miren, de elegir el color y el traje adecuado, del peinado de cada día y de saltar de fiesta en fiesta. Sobre todo en la segunda parte de la película, el hilo se pierde y todo trasfondo histórico desaparece; no es que quede en segundo plano, no, es que directamente no importa nada y bien podríamos estar viendo a una hermana Lizbon (de Las vírgenes suicidas) en vez de a la reina de Francia.
A esto hay que añadirle el problema bien gordo de que, cuando a la Coppolina se le empieza a ir la mano con sus imágenes de anuncios de colonia, sus flores, su fotografía quemada y su banda sonora de ritmos reiterativos, la película aburre, aburre y aburre.
Por fortuna, como decía, a la Coppolina se le va la mano pero solo una vez pasada ya, bien largamente, la primera hora de película. Hasta ahí el interés no decae, el ritmo es bueno y Sofia nos regala varias secuencias realmente brillantes, que nos recuerdan que, sí, la chica tiene talento. Para empezar, en esa primera hora el trasfondo histórico permanece en segundo plano pero no es un simple componente de ambientación. Esta ahí. En las rígidas costumbres de esa desfasada red monárquica. En el matrimonio concertado. En el frágil acuerdo entre Austria y Francia.
Y la película empieza con ese largo viaje, prolongado, bien dilatado por la directora. Con ese empleo de la música, anacrónico pero medianamente interesante al comienzo de la película, si bien las escenas en las que la banda sonora mejor se acoplan son precisamente aquellas en las que Sofia Coppola se decanta por la música clásica (cada mañana, cada despertar de la delfina: notable Kirsten Dunst; muy bien todos los actores, en general). Muy gracioso el gag de María Antonieta desnuda esperando a que, por fin, el protocolo permita que alguien la vista de una vez.
Pero a la modernita banda sonora le acaba ocurriendo lo que a la directora, que se pierde. El rey muere y no tarda demasiado la reina en dar a a luz, y la película pasa a otra cosa. Se acaban las intrigas palaciegas, los chismes, los odios, las miradas cruzadas. Y llegan los anuncios de colonia y de compresas. Y mientras las canciones antes aportaban cierta energía, aunque fuesen sobre todo usadas en interludios musicales (que si los pasteles, que si la ropa, que si los zapatos), finalmente se pierden en una sucesión de ritmos repetitivos que se afanan por dotar de cierta atmósfera a los minutos más aburridos de la película.
Parece que la Coppola intenta, antes de que se le vaya todo al traste, reconducirnos al entorno histórico de sopetón: El pueblo tiene hambre, hemos gastado todo en ayudas a los norteamericanos, el pueblo está furioso. Para empezar, írsele ya se le fue de las manos. Llega tarde. Para seguir, Sofia no nos engaña, lo que le interesa no es eso, sino cerrar la historia de su personaje, de su querida adolescente, de su hermana Lizbon, de su jovencita perdida en Japón, donde conoce a un talludito actor de Hollywood.
Un resbalón, desde luego. ¿Un proyecto pretencioso que acaba en fiasco? Quizás. Pero tampoco quiero olvidar que está cargadita de secuencias fabulosas.