Hace muchos años que Van Damme fue el malo a machamartillo de una peli karateka, título de culto para cuatro frikis, titulada precisamente como esta precrítica. El belga Jean Claude hacía del ruso Ivan y daba hostias como panes para caer, no obstante, en el tramo final. Era el malo de la función, ¡qué se le iba a hacer! Eso sí, desde entonces se ha especializado en todo lo contrario: recibir como un campeón para levantarse siempre una vez más y, finalmente, vencer.
Por ahí han pasado victorias de videoclub como Kickboxer o Contacto sangriento, medianos éxitos cinematográficos como Timecop o Soldado universal, algún esporádico trabajito salvable (con John Woo en Blanco humano) y mucha basura: Street fighter, The quest (con Roger Moore, otro que tal baila) y demás insensateces hasta acabar en la época actual.
Una época actual en la que Van Damme vuelve a la cuarta o quinta fila del cine de acción en la que ya deambulaba en sus inicios; pero de aquellas lo hacía con la frente alta y el orgullo de quien sabe que sus coces lucen muy bien en la serie B más cochambrosa. Ahora lo hace con la frente sudada, además de arrugada, en pleno declive y con el recuerdo de lo que fue (o ni eso) como un martillo, percutiendo en cada fotograma.
Este definitivo descenso a los infiernos fue inevitable desde que Van Damme creyó que era algo más que un belga que da patadas y hace el espagat, y pasó a bautizar con su nombre sus idas de olla varias (el muchacho le daba a la cocaína, dicen) creyéndose un Alfred Hitchcock's de reulmbrón. Van Damme's Inferno fue la (insufrible) prueba palpable y tangente, válida ante cualquiera tribunal.
Y aquí lo tenemos, acabado, sí; olvidado, también; mayorcito, puede, un poco. Pero por muchos golpes que reciba, nunca cae la lona. Como Jake LaMotta, siempre en pie, siempre rodando, siempre a coz limpia. Y así seguirá, aunque tenga que estrenar directamente en DVD. Porque retroceder, nunca; rendirse, jamás.