Hay una cosa que falla, así de primeras, en esta Mala Educación. Y es Pedro Almodóvar.
Me perdonaréis que comience la post-crítica de esta manera, tan categóricamente, pero es que es la más certera definición de mi inmediata opinión tras el visionado de la película. Hay muchas cosas de La Mala Educación que no me han gustado. Y todas ellas se aparecen a mis ojos bajo el sello inconfundible de su máximo responsable.
Es cierto que Almodóvar ha demostrado últimamente su condición de artista, de creador. Y en esta su úlima película hay momentos señalados, tristemente aislados, que nos lo recuerdan. Pero, incomprensiblemente, ese talento permanece dormido en gran parte del metraje. Es más, hay momentos narrados con cierta torpeza o (quizás torpe no sea la palabra), más bien, de manera burda. Ignacio cantando Moon River; el cura con la guitarra, sin poder quitarle los ojos de encima; las hierbas escondiéndoles del resto de chiquillos; un "no", un grito; un hilo de sangre. Todo como si Almodóvar quisiera explicar el episodio a trazos, con sutileza, elegantemente, sugiriendo. Pero la sutileza se ahoga, se pierde en lo folklórico, típico, manido y burdo de la escena.
La Mala Educación ni siquiera se detiene en esos abusos. Ni siquiera exiset una velada indignación, o una acusación, un dedo que señale. Almodóvar los emplea como una ruedecilla más del engranaje.
Ese engranaje es quizás uno de los aspectos que yo contaría entre los pocos aciertos de la película. Es un argumento bien liado, con una estrucutra no lineal pero con cuyo orden Almodóvar juega con sabiduría. El cineasta manchego, como si sus dotes fueran las de un artesano de la vieja escuela hollywoodiense, nos va desvelando los datos, uno por uno, en su momento justo. Un argumento que nos trae a un Tom Ripley maricón, con los rasgos de Gael García Bernal. Un Ripley al que Almodóvar homenajea en esa secuencia con Gaelito con gafas a lo Matt Damon en El Talento de Mr. Ripley (lo sabemos, el propio Almodóvar lo ha dicho varias veces: admira el cine de Anthony Minghella), y al que también guiña un ojo desde su asiento Alberto Iglesias, con esa banda sonora de cuerda agresiva, plena, frenética, hija de Bernard Herrmann.
No hay problemas, pues, con esa trama de asesinatos y personalidades suplantadas. ¿Pero qué falla, entonces? Falla todo lo demás. Falla la querencia de Pedrito en detenerse en escenitas de sexo (tanto da que sean gays o no) que realmente, coño, no eran necesarias. Almodóvar nos deja leer al final de la cinta, sobre el personaje que interpreta Fele Martínez, que años después, muchos años después de que la acción que narra la historia se termien a nuestros ojos, él sigue dirigiendo películas con PASIÓN. Y esa palabra, pasión, inunda la pantalla... Y recuerdo haber pensado que Almodóvar, quizás, al oir a los críticos decir que con sus dos anteriores películas parecía haberse serenado, madurado, alcanzar un cierto punto de sobriedad... quizás, digo, pueda haberse asustado. ¡Coño!, se habrá dicho, ¿me estoy haciendo mayor? ¡No puedo dejar de ser yo, no puedo dejar de ser esta loca! Y ¡zas!, se ha visto obligado a trufar esta Mala Educación de locas, mariconas y muchas, muchísimas pollas, físicas y mentales.
Tampoco me trago las razones de los personajes. Es cierto que Juan, ese falso Ignacio que interpreta Gaelito, tiene fuerza, tiene misterio (¡ojalá hubiera elegido Minghella a alguien más parecido a García Bernal que a Damon para su Ripley!). Pero las razones que le mueven me resultan, cuando menos, desproporcionadas. Veamos: No se escandaliza ni un ápice al ver o hablar con el cura que, lo sabe perfectamente, abusó de su hermano cuando niño. ''Córtate, que no soy Ignacio, eh'', es lo único que le dice, pasivo, ante un primer intento de seducción del padre Manolo. Y, de hecho, luego consiente.
Y sin embargo, ese mismo personaje al que no afecta un caso de abuso sexual a menores vivido en su propia familia, considera insoportable e impermisible la situación de su hermano, yonki transexual, y que roba a su madre para poder saciar su mono. Tan inaguantable que finalmente estima inevitable... ¡tener que matarle! ''No creas que no me duele, pero no queda más remedio'', alega. Sufridor.
No, no me trago las razones de Almodóvar, por más que sí, ese Ripley maricón podría haber sido muy interesante con ese rostro misterioso y magnético de Gael García Bernal. Pedro Almodóvar ha dejado perder una trama que podría haber dado lugar a una película excelente, al dejarse llevar, una vez más, por sus neuras y sus obsesiones.
Y es que filmar sexo gay no significa, necesariamente, hacer cine con pasión.