Bennett Miller rueda aquí de
manera mucho menos personal que en su anterior película, Capote, sin jugar apenas con la expresividad de la imagen ni con su estética.
Nos presenta una visión muy aséptica, de carácter casi
informativo, quizá remarcando lo real de una historia que el público
americano ya conoce por la televisión. No hay concesiones a la épica
deportiva: ni la hay en cuanto a una dramatización estética, ni la
hay en cuanto a que apenas da minutos al terreno de juego.
Posiblemente esta decisión se debe también a que el público
americano ya ha visto esos partidos, o quizá sea culpa de Aaron
Sorkin, ese guionista empeñado firmemente en no plegarse a las
fórmulas de éxito a la hora de estructurar sus trabajos. ¿Cuántas
líneas de código vimos en La red social?
Obviamente, aquí no hablamos de
béisbol. La historia es suficientemente inspiradora como para tratar
de muchas cosas: del trabajo en equipo frente a los líderes
carismáticos, de los prejuicios, de la innovación, de lo nuevo
frente a lo anticuado, del tesón, de romper con lo establecido
luchando contracorriente, de las elecciones importantes, el valor de
las cosas... Aunque quizá me quedo, de entre estos y otros
conceptos, con la importancia de saber encontrar en cada persona su
habilidad, su utilidad, cuando a veces no sea tan evidente.
Podríamos, en cualquier caso, hablar de muchas interpretaciones,
desde las más evidentes hasta las más dudosas, porque esta historia
tan sencilla, de gráficos y victorias, encierra una gran riqueza.
Buen trabajo de los actores, liderados
por un afinado Brad Pitt, que escupe en vasos y rompe el
mobiliario hasta la parodia. Un convincente Jonah Hill en su
papel de cerebrito y un sólido Phillip Seymour Hoffman, tan
alejado de su papel habitual que nos hace olvidarle y pensar sólo en
ese entrenador sin fe.
Una interesante película que no pasará
a la historia pero que se gana sobradamente su presencia entre lo
mejor del año.