No negaré que el elenco de actores que han reunido para la versión cinematográfica de El código Da Vinci es de aúpa. Lógico. Los dineros están garantizados tratándose del best seller del lustro, el éxito seguro, las exhibidoras frotándose las manos y todos con los bolsillos más llenos de lo que ya estaban. Qué guay.
Pero a mi que el Código y sus Vincis me la traen un poco floja... Para empezar porque el libro original ya promete ser una patraña (por supuesto, no lo he leído; considero que mi lista de debes es larga y suficientemente por encima de ese librucho como para perder el tiempo con él; ¡si todavía no he leído La Montaña Mágica, o Rayuela, o Cándido, o El extrnajero... o tantos otros!). Y de patraña escrita a patraña filmada ya lo único que me faltaba para perder el interés es que el encargado de aburrirme sea Ron Howard. ¡Por Dios! ¡Qué horror! Director más sosón, insulso y carente de personalidad no se podía contratar, ¿verdad?
Aunque... quizás precisamente ahí esté la clave: carente de personalidad. Este es un proyecto de Hollywood, como tal, como sujeto y responsable (y destinatario de todo beneficio posible, también), con lo cual no quieren una mano fuerte detrás de la cámara. Nada de ideas propias. Nada de ideas, si me apuras. ¡No te contratamos para pensar!, que le habrán dicho; y como el tonto de Ron está acostumbrado a que no le contraten para eso, ahí sigue. De hecho a día de hoy nadie sabe si algún día será capaz de pensar, de hacer algo propio. Cuando sea. Algún día, en un futuro no muy lejano. O lejano, me da igual. Pero mientras tanto sigue gritando ¡acción! y ¡corten, así vale!, a todo aquello que le vayan mandando.
Y así están las cosas. Nos meterán este best-seller-en-película hasta en el bote de los pececitos queramos o no queramos y aunque cierres los ojos acabaremos viéndola. Ellos tendrán los bolsillos un poco más llenos de lo que ya lo tenían y, en el camino, nos habremos aburrido como tontos entre patraña y patraña.
¡Qué coñazo! Y eso que aún no ha empezado el ataque...