Durante la primera hora de Nine me pregunto, ¿de qué va esta película? Y es que creo que en la
adaptación hemos perdido algo importante: la razón de ser. Pensemos en la obra
original, y hablo del origen, de 8 ½ de Fellini (me importa poco si los
problemas que voy a plantear se encuentran en la intermediaria de Brodway -que seguro
que sí- o aquí). En aquella película, había una referencia constante, de
Fellini hacia sí mismo y su cine, y en especial de la película hacia sí misma.
Aquí, no puede haberla, por el hecho evidente de que Rob Marshall no habla de
sí mismo (por suerte) si no que sigue hablando de Fellini, ni por tanto la película en sí misma es el tema principal. Esto hace que
escenas como la del cardenal bañándose en el balneario pierdan sentido, porque
no hay una escena previa que la referencie otorgándole un valor. Finalmente el
metacine se cierra con un broche vistoso pero torpe, cuando Contini comienza a
rodar Nine. Al eliminar la
sinceridad y vocación de redención del original nos quedamos con una historia
sin alma, sin sentido.
Es cierto que este es un problema casi intrínseco al querer
abordar esta adaptación, a no ser que se busque una inspiración menos rígida
(como ejemplo, Recuerdos de Woody
Allen, donde toma la idea pero la lleva a su terreno, alejándose para
precisamente seguir manteniendo el sentido). Comprendo que el artesano Marshall
no va a emprender una empresa de ese calibre, pero lo que no entiendo es que
calque muchas de las escenas del original realizando pequeños cambios ridículos (que Guido
le pinte a su amante la cara de un modo distinto es toda una adaptación). En
definitiva, llega el mayor de los tedios a falta de algo que mantenga el interés. Ya en la segunda parte, la
película se sostiene por el conflicto con su mujer, aunque sigue sin aportar un
mínimo de chispa.
El musical, vayamos a lo supuestamente importante, a lo que
debería haber compensado el vacío tremendo de la película. Una serie de números
musicales en los que sólo falta Normal Duval, que lejos de suponer un apoyo
emocional lo que consiguen es interrumpir continuamente una trama de por sí
poco interesante. Y es que son insertos que aunque se funden con la película de
una manera estéticamente satisfactoria, no parecen formar parte de la misma
obra. Carentes por completo de imaginación y de interés dramático. Esconder
este defecto bajo el oportuno adjetivo de clásico es hacer flaco favor a películas
rodadas hace ya medio siglo como West
Side Story, que funcionan perfectamente en este sentido. En cuanto a las
canciones, aunque en general son llevaderas y con un par de piezas más o menos
destacables, ninguna despunta demasiado. Se agradece, eso sí, que no haya
música de relleno y se limite a los supuestos puntos clave.
Un punto a favor de Rob Marshall es que parece haber crecido
en la realización de las partes no cantadas, con una mano firme y dinámica. No
es nada del otro mundo pero tiene estilo. Ha mejorado. Aunque los números musicales sigan siendo algo casposos.
Hablemos del reparto ahora. Marion Cotillard se lleva el primer premio de calle, a la mejor
actriz y la más guapa de paso. Por otro lado tenemos dos actrices con parálisis facial, sabemos quiénes
son. En positivo, una Judi Dench muy resultona y Penélope Cruz todo lo sexy que sabe
ser, cumpliendo con su papel. El reparto se hunde precisamente por el mejor
intérprete de todos, Daniel Day Lewis,
que empeñado en sus roles megalómanos no es capaz de estarse quieto, necesita
ser intenso y carismático en cada segundo, con lo que muchas veces está
completamente fuera de lugar. El típico defecto de los más grandes.
Una película que no aporta nada, sólo aburrimiento.