De un tiempo a esta parte muchos son los nombres que se han apuntado a la moda de señalar los destrozos ambientales que el hombre (y la mujer) provoca en la Tierra. Aquí tenemos a Al Gore, político perdedor, sin ir más lejos; pero recuerdo ahora el caso reciente de Leonardo di Caprio que, entre toma y toma de "Infiltrados", se encargaba de supervisar y financiar dos curiosos trabajos sobre los riesgos del calentamiento del globo, casquetes derretidos incluídos.
Los cito porque esos dos documentales han tenido su repercusión en el circuito, la verdad, aunque quizás este que ahora presentamos, con Al Gore como principal maestro de ceremonias, sea el que más impresión ha causado. Sinceramente, no espero un gran resultado técnico, artístico o cinematográfico. Su valor, que no dudo que lo tenga, consistirá en su condición de mensaje al planeta, de megáfono militante, de llamada de atención.
Dicen que "Una verdad incómoda" ha conseguido convencer a los escépticos de que, efectivamente, los hielos polares se están yendo al garete a velocidades preocupantes, y que muchas de las milongas que ecologistas melenudos vestidos de verde vienen cantando al mundo últimamente no son precisamente eso, milongas, sino verdades como puños.
Desde ese punto de vista, "Una verdad incómoda" es un trabajo necesario. Pero (¡siempre este pero!) las salas de cine quizás no sean el lugar idóneo para él. La pantalla de la televisión se me antoja más adecuada. Al cine se va a ver cine, y quien así acude, precisamente, suele tomarse lo que ve a chirigota, algunos, o al menos con cierta distancia, la mayoría.