La última película de Terry Gilliam es una rareza inclasificable. Así es recibida, al menos, allá donde va. Habrá alguno que replique que, bueno, tratándose del ex-Monty Phyton esto tampoco es una novedad. Y sí. Pero no.
No, porque esta vez lo lleva al extremo. Todo el mundo sabe que cuando ve una de Gilliam se enfrenta a una extravagancia. Eso nunca falla. Y si aun así las reaciones son extremas, la razón solo puede ser una: El amigo Terry se ha pasado cuatro pueblos, esta vez.
Lo cierto es que el director de 12 monos es un tipo que ha hecho películas fascinantes, desde Brazil hasta la citada aventura temporal protagonizada por Bruce Willis y Brad Pitt, pasando por maravillas como El rey pescador (de la que recupera a Jeff Bridges para esta su última película). Pero de un tiempo a esta parte le veo desorientado, perdido. Su frustrado Quijote le dejó demasiado tocado, intuyo. Y pretende reencontrarse pisando a tope el acelerador de la rareza, la marcianada y la extravagancia. Pero no. Ese no es el camino.
Habrá quien disfrute con Tideland, tampoco diré que no. Pero no es mi película. Esperemos que Gilliam se relaje y vuelva a su camino.