La clave para poder disfrutar mínimamente de esta película es ver hitos nostálgicos de la acción ochentera para comprobar que el esfuerzo de Stallone es, por lo menos, divertido y que entretiene.
Con tanto músculo casi no hay por donde coger la película, que funciona gracias a la química entre Stallone y Statham; a un Rourke improvisando un monólogo en plano fijo, a un Jet Li hablando sobre sí mismo, y a un pensamiento que hacía tiempo no tenía en el cine: aquí va a morir hasta el apuntador. Y eso es lo que sucede.
Divertidos cameos de Willis y Schwarzzeneger y especial mérito para las escenas de acción, un verdadero catálogo en el que se nos muestran diferentes maneras de matar a un hombre, rodadas con cierto efectismo y sin que uno se pierda demasiado.
La película ha sabido conjugar de la mejor manera posible los limitados ingredientes con los que cuenta la propuesta de acción de Stallone, totalmente desfasada por otra parte. Una de esas sesiones en las que la testosterona, al igual que las palomitas en el cine, y la sangre en la pantalla campa a sus anchas.