Aunque no sea para tirar cohetes de buen tamaño, sí que hay que celebrar el acierto de este film para con sus peligros. El hecho de conjugar naturaleza y drama, historia y animales, suele ser complicado y acaba siendo sencillo caer en la trampa de hacer dos partes diferenciadas. En esta ocasión, creo que el film se muestra de una manera sensata, contemporizando bien, uniendo las dos partes con, no destreza, pero sí inteligencia, y haciendo al espectador un agradable discurso.
El hecho de conocer la verosimilitud de la trama, el hecho de colocar a un excelente niño actor como Manuel Ángel Camacho y el dominio del domesticado animal que aparece junto a él continuamente, ayudan a que sin exagerar, sin meterse en aspavientos, podamos todos seguir las evoluciones a lomos eso sí, de una banda sonora que trata de evocar y evoca muy bien el sentimiento y sentir de una película algo llevada a la fantasía sana por mucho que el hombre en cuestión estuviera aquellos años entre lobos.
Sin embargo, una vez admitida esa cualidad de atmósfera, una vez entendido el juego de poema u oda, uno se puede refrotar con paciencia en un camino preciosista de animales en cámara lenta y seres humanos a la suya. Eso sí, se nota un poco, sobre todo en la primera escena, que los lobos estaban rodados por un lado y sus presas por otros, pero dejémoslo ahí que ya tiene mérito lo dispuesto.
El error más mayúsculo reside en ese pasar del todo a la nada, de un niño chico a un Rambo del bosque cordobés como si tal cosa. La exagerada escena no sirve más que para dar consecución a la historia de venganza de otra España y terminar un film que no iba a más, pero de manera lejana a la primera parte del film mucho más mesurado y tierno.
Aún así, puede ser una buena oferta para no demasiado exigentes y público infantil, que no trararán de buscarle tres pies al gato y encontrarán en sus minutos un cálido mensaje, y sorprente, porque la última imagen, el verdadero Marcos Rodríguez Pantoja abrazo a ese lobo, nunca dejará de sorprendernos.