Desde luego, esta película es una apuesta arriesgada desde muchos puntos de vista. Y sé que al hacer esta crítica tras haber ganado en los Goya el premio a la Mejor película (realmente si no nunca me hubiera animado a verla) se me puede decir que ahora si que es fácil hablar bien de ella.
No se puede negar la valentía de Jaime Rosales, con una dirección más que intimista, al hacer una cinta de dos horas de duración, llena de planos fijos, de escenas cortadas por la mitad enfocando dos puntos de vistas diferentes y sin una banda sonora que realce ningún momento, aunque en verdad, no le hace falta. Gracias a ese valor, podemos disfrutar de algo diferente, que en nuestro cine, pocas veces podemos gozar.
Hay momentos con tanta fuerza dramática, que rasgan el corazón. Y todo ello sin tener que dar explicaciones absurdas, ni incluir pasajes mas que evidentes. Las interpretaciones son tan naturales y perfectas, que es de las pocas veces que sientes que la vida, la cotidiana, la que realmente vivimos todos, es plasmada con toda franqueza, sin nada artificial que contamine la historia que se nos narra.
En cambio, este último punto, se convierte en el gran lastre de la cinta. Segundos y segundos sin que nada relevante pase ante nuestros ojos, imágenes habituales de nuestras existencias, que no todo el mundo podrá asimilar de buen grado y para las que hacen falta una total entrega de ver siempre mas allá de lo que se nos muestra.
¿La mejor película española del año? Ahí tengo mis dudas. Pero no se puede negar que llega a lo mas profundo, a unos sentimientos sin disfraz y de una fuerza devastadora. Es de agradecer un enfoque diferente de las cosas y que abre la esperanza para pensar que en nuestro país, podemos hacer algo mas que comedias mediocres.