Posiblemente la sutileza desplegada por François Ozon en Le refuge,
venía motivada por un contraste con su anterior película, ésta, donde el
ecléctico director se mueve en el más absoluto disparate en el tono más grotesco. Parte
de este disparate, claro está, es provocado: cuando uno decide narrar las
peripecias de un niño-pollo no busca la sobriedad. Pero otros aspectos de la
película, como algunas reacciones y actitudes de ciertos personajes, también
llegan a caer en el disparate, incluso en el ridículo, de forma -creo- bastante
menos premeditada. Pienso por ejemplo, en situaciones como la de los personajes
externos que interactúan con la familia de un modo extremadamente
caricaturizado. Pienso en el padre volviendo a casa y primando el casquete con
su pareja que la curiosidad por las nuevas alas de su hijo.
La película sólo puede funcionar como metáfora, ya que la
historia no se sostiene. Como medio para mostrar los sentimientos de los
personajes, especialmente madre e hija. Un punto y parte en el momento de la
agresión, quizá del padre, quizá de la propia hija que lleva acompañada su
propia música siniestra, da paso a la fantasía y a momentos de lectura
únicamente psicológica como el de la madre internándose en el lago. En este
sentido, la película recuerda mucho a la reciente Grace, que también trata sobre la maternidad más siniestra y
responde más a una trama psicológica que real.
El problema de Ricky,
es que su coherencia real es insostenible, al tiempo que su potencia como
metáfora no es demasiada. Alterna lucidez en su retrato social, con desaciertos monumentales. En definitiva, una película descompensada, con
innecesarios retazos de serie B, que definitivamente, no lleva a ninguna parte.
De vez en cuando Ozon nos juega malas pasadas. Sirva como curiosidad excéntrica.