Tras La joven del agua, me prometí no volver a ver nada de Shyamalan... pero soy débil. Todos sus planteamientos me resultan interesantes. Su mezcla de cine de autor, cine de genéro fantástico y metacine me resulta muy atractiva. Lo que pasa es que si reviso toda su filmografía, creo que sólo puedo considerar una película redonda a El sexto sentido. Ocurre algo curioso: cada vez que tengo la oportunidad de ver El sexto sentido, me va pareciendo peor, pero cada vez que vuelvo a ver cualquier otra de sus películas, me va a pareciendo mejor.
Y es que nadie puede negar que Shyamalan es un director ambicioso y que está dispuesto a arriesgarse al máximo de los ridículos. Quizá éste sea el valor más importante que tiene el cine de Shyamalan: riesgo. Pero no por eso hay que olvidar que se trata de un director con muchísimo talento que conoce todos los mecanismos del cine a la perfección y que sabe utilizarlos a su favor con muchísima precisión.
¿Cómo puede ser que un director de su talento y arrojo acabe casi siempre decepcionando la crítica y a parte importante de los espectadores? Pues porque Shyamalan lucha contra si mismo (contra su enorme ego, contra su enorme pedantería, contra su enorme insatisfacción postmodernista) en cada película que hace (excepto en El sexto sentido) y al final sus películas son el reflejo de su lucha interna y no de un intento por entretener al espectador.
Que mis cinco estrellas de las precríticas no os despisten. El Shyamalan de El sexto sentido nunca existió. Aquel que vaya al cine que sepa que se arriesga a no ver una película hecha para él, sino hecha por y para el propio Shyamalan.
¡Cuidado!