Un conejo sin orejas es un claro ejercicio de captación de espectadores en la Alemania más profunda, de consumo interno, pero con clara proyección tras su éxito y presupuesto para salir fuera con una historia de amor a lo europeo, algo menos snob que al estilo estadounidense. La simpleza de sus momentos es absolutamente total.
Deseoso por otro lado de que producciones de este tipo europeas o con su modo de hacer apeen a la gran industria y su factoría de las redes de lo comercial, visto que hay un público para la película, y siempre lo habrá, no puedo por más que disgustarme con el resultado final, alargado en demasía, prolongado para mantener aún más, aunque la obviedad de un poco de seriedad de evolución del personaje sea evidente y necesaria.
El atractivo para con la pantalla de la pareja protagonista y sobre todo de la encantadora Nora Tschirner, magnética y triunfadora siempre, es un aliciente claro para el mundo de los romances de guapos, el mundo irreal de un cine que persiste por el sueño que desarrolla, pero que se hunde una vez que se trata de encontrar coherencia y algo de plus en sus frases y sentimientos. Querer mucho, echar de menos otro tanto, llorar por desamor mucho más y el viejo truco de hacer soñar a los demás con algo que no se tiene. Prefiero para eso las aventuras, el héroe perfecto, pero ya no queda de eso.