La capacidad del maestro director para cambiar de tercio, para narrar de otro manera y forma tras sus últimas películas, es solo una constatación de la enorme y soberbia destreza de un ser montado en el trono de Europa en este año perfecto para él. También se podría utilizar el término perfecto para un film que se entiende de principio a fin, que evoluciona al ritmo necesario, que se consagra a sí mismo sugiriendo de manera sutil pero no perezosa sin olvidar en ningún momento el lado del ser humano que le encanta, el oscuro.
Centrado en esto, y con la obsesión de mostrar y demostrar cuando acontece en un pueblo marcado por el silencio, él se pasea por él, enseña y pinta a los personajes con abominable separación y va posando poco a poco los lodos del guión sobre un espectador que necesita de vistazos cortos y rápidos, buscando y rebuscando algo que intuye y que termina por ver al final, pero no como se piensa ha de verse, sino como se vio en su momento. De ahí, mi título, se rueda historia.
Hablan cuanto tienen que hablar, caminan cuanto tienen que caminar y dictan cuanto deben odiar, en un mundo en el que solo la voz en of parece dejarnos descansar de tensión incierta, tensión de esa vaga, de esa delicada, de esa lejos de la punta del cuchillo pero cerca de la mano que lo sostiene. La historia feliz de la que no nos puede hablar Michael Haneke no existe, el lado tierno no es más que una columna de sus historias feas y crueles pero realistas, y esperar de él y de su metraje algo de esperanza o fe es cosa de esperanzadores y creyentes. Su cine es una gran caída de registros, una gran pincelada de psicología humana, de deseo y poder de deseo, de actitudes instintivas que se entremezclan con el mundo social chocando. La cinta blanca y negra es un recorrido por el mismo camino a la altura de los años que corrían en la narración.