A pesar de ser un medio que ofrece una libertad ilimitada, el séptimo aún tiene miedo a tratar ciertos temas que, en cualquier caso, son complicados de abordar. El caso de Rothemburg es uno de ellos. La polémica que ha suscitado la película en su país de origen y en el Reino Unido no es desproporcionada, aunque ciertos sectores hayan exagerado el asunto hasta extremos desmedidos. Y es que hacer una película sobre un caso reciente de canibalismo y tratar de explorarlo desde un punto de vista subjetivo es una empresa muy arriesgada. En efecto, el director de Rothemburg ha decidido implicar a los espectadores en la película a través de unos mecanismos tan trabajados como efectistas. Conocidos los hechos, al film le resta avanzar a través de un desarrollo agradablemente pausado.
A través de la figura de una joven que prepara una tesis doctoral sobre el suceso -lo típico- se nos va mostrando la vida y obra de dos personas destinadas a encontrarse para cumplir un destino tan célebre como terrible. Pero es que, como si nos metiéramos en la propia mente de la joven en cuestión, la película busca entender al asesino y a su victima. No solo importa el “como” sino que también se da al “por qué” una importancia capital a lo largo de la historia. La respuesta es evidentemente fútil pero la película aporta ciertas pistas. Las escenas de transición entre el pasado y el presente, realizadas con clase, se alternan con escenas de variado calibre. Desde la desesperación de una infancia terrible hasta lo imposible de un ansia y un dolor que no se pueden comprender ni apaciguar, Martin Weisz se vale de numerosos y diversos trucos -algunos muy propios del género del terror- para tratar de explicarnos las circunstancias que rodearon a un hecho nada cómodo de explorar.
Cuando el film tiene que ser duro lo es y no se anda con miramientos a la hora de mostrarnos como el caníbal lo prepara todo para celebrar su macabro festín, pero es cierto que la película tampoco se recrea innecesariamente en lo morboso del asunto y consigue un equilibro difícil de lograr. Tampoco es fácil tratar los hechos presentados con la seriedad con la que lo hace el film. Para el espectador es muy fácil recurrir a la risa para tratar de restar importancia a lo que se le muestra en la pantalla, pero al no trivializar con algo tan serio el director da justo en el clavo. La sobriedad imperante nos permite contemplar la obra a través de una equidistancia cómoda y cómplice a partes iguales pero que no aísla a los espectadores de la misma.
Gran parte de este merito lo tienen los actores, sobre todo Thomas Krestchmann y Thomas Huber -al igual que la dirección, merecidísimos premiados en la pasada edición del festival de Sitges- que interpretan a sus personajes de forma creíble pero sin caer en la caricatura. Sin duda no resulta fácil abordar una interpretación de este calibre pero lo cierto es que ambos actores se complementan a la perfección y dan una lección de sobriedad y profesionalidad ante las cámaras. La fotografía -igualmente premiada en Sitges- es también sobresaliente, apagada, fría, desoladora y brillantemente templada, como todo el conjunto del film.
Alejado en todo momento de lo morboso, Rothemburg es un film sobrio, sólido y bien rodado. La temática tratada era difícilmente abordable y era previsible que la película cayera en lo anecdótico o en lo banal, pero lejana ya toda sospecha solo puede decirse que Martin Weisz ha logrado llevar a buen puerto una idea francamente delicada. La valentía y honestidad con la que lo ha hecho en todo momento le honran y coronan a Rothemburg como un film de lo más interesante.