Se extiende demasiado Clint Eastwood en una reflexión ya vieja, manida (no hay héroes, sólo personas normales en situaciones extraordinarias) y lo hace además dilatando la parte de su historia que, realmente, menos aporta y menos interesa: su tramo final, con esa voz en off que nos va relatando largamente las penurias de los protagonistas después de ser encumbrados como falsos herores.
Tras dos primeros tercios notables, Banderas de nuestros padres culmina su metraje con esa parte final demasiado anodina y sobradamente conocida. La reflexión en off del hijo de uno de los protagonistas resulta reiterativa y algo estanca.
En cualquier caso, tampoco había construido hasta ahí Eastwood su mejor película, aunque sí un relato bélico interesante. Algunos de los breves flashbacks con los que va punteando la narración principal son pelín flojos, es cierto, pero el último de ellos, el que definitivamente nos encamina durante un tramo ya más desarrollado a la verdadera historia de la famosa bandera de Iwo Jima, justifica sobradamente la inclusión de los anteriores.
Y aunque ahora todos, hasta Clint, se apunten a la moda Salvar al soldado Ryan para filmar escenas bélicas (apenas sí hay color; frenética cámara en mano, cual narración en primera persona; montaje nervioso), por lo demás sí que deja ver su mano en el ritmo, en la paciencia, en el saber hacer previo a la batalla. Y también en los primeros dilemas morales de sus protagonistas cuando el país los elige como héroes del momento.
Una vez vista, no sólo confirma lo que uno ya esperaba de ella sino que, ante todo, me convence más aún de que la mejor película del díptico será la segunda: Cartas desde Iwo Jima.