Aparecen las letras blancas sobre negro, sencillas, con música de jazz, y uno sabe que tiene el privilegio de asistir a su cita anual con Woody Allen en el cine. Y que, a sus 79 años, ya no quedan demasiadas oportunidades más de continuar con esta tradición, a no ser que tengamos a otro fenómeno de la longevidad como Oliveira, que a sus 105 años sigue haciendo cine. Puede que precisamente por su edad, Allen se interese por el más allá más que nunca. Quizá le ocurra como al viejo Eastwood en su olvidable Más allá de la vida. Lo cierto es que la muerte ha estado siempre muy presente en su carrera, ya desde sus primeros trabajos, como La última noche de Boris Grushenko (Love and Death). La parca ha aparecido como personaje unas cuantas veces en su cine, y hasta hemos visitado el más allá en Scoop.
En esta ocasión nos cuenta una pequeña historia sin pretensiones, que se desenvuelve poco a poco, con una trama sencilla, hasta previsible, con una comedia romántica de lo más clásica. Usa de nuevo el juego de enfrentar el racionalismo más cerebral a las emociones. Lo hizo en Manhattan, en la secuencia del planetario -como en esta, los personajes se refugian después de que les pille la lluvia, aquí es en un observatorio. También es la idea central de Comedia sexual de una noche de verano, en la que además, también se asomaba al más allá. Todo esto le sirve al cineasta para confirmar su punto de vista sobre la manera de entender la vida y de afrontar la muerte, sobre el lugar que ocupa el racionalismo y sobre la locura del amor.
¿Más de lo mismo entonces? Sí, y qué bien. Porque Allen consigue darle chispa a esa pequeña historia, con sus diálogos ingeniosos, con sus personajes vivos, con momentos especiales, con esa magia de la que habla el título y que se percibe en el ambiente. Ese toque delicioso que se escapa de grandes aspiraciones artísticas y que no muchos consiguen. Esta misma semana hablaba sobre la película homenaje a Allen, Paris-Manhattan, que copia todos los detalles de su cine, y que busca precisamente, crear esas sensaciones, esos momentos. El batacazo es brutal, claro, especialmente si comparamos. No es que tenga mucho mérito conseguir que nos enamoremos de la adorable Emma Stone -el viejo siempre elige bien- pero en la película se consigue crear una química inequívoca entre los dos protagonistas. Colin Firth, en una brillante interpretación de caballero irritante, da lo mejor de sí. Uno ve las peripecias de ambos con una sonrisa en la cara.
La historia es sencilla, sí, y
previsible, pero el veterano director aún tiene sus golpes de
audacia. Golpes como los que devuelven un sí o un no al final de la
película o, especialmente, el final del "truco" del
protagonista, lo que sería "el prestigio" -no faltan algunos
puntos en común con la propuesta de Nolan en El truco final-
es simplemente perfecta.
Es cierto que las grandes obras
maestras de Allen quedaron atrás hace tiempo, pero tampoco sería
justo despreciar la mayoría de sus trabajos recientes, que son de un
nivel muy superior a la media. Quizá influya en que reconocemos sus
manías, sus costumbres, y nos recuerda a toda una filmografía
plagada de buenos momentos, pero con todo, Magia a la luz de la
luna es una comedia romántica muy reivindicable, que en su
planteamiento de mujer espiritual contra hombre racional, deja por
los suelos a la reciente Orígenes. Y es que Allen sabe ser
maduro y reflexivo sin perder por ello el gusto por las emociones
irracionales. Los diálogos son ocurrentes y frescos, como no puede
ser de otra manera, y en general, es por eso por lo que se suele
recordar al cineasta. Sin embargo, creo que más allá de sus chistes
y sus ocurrencias, el cine de Woody Allen está cubierto de algo
mucho más importante. El cine de Allen es magia.