Dije que la vería. Porque cuando una película como El irlandés asoma por la cartelera para mí siempre es la primera opción. Aunque pasen los días y las semanas. Aunque los grandes presupuestos nos bombardeen. Porque la opera prima de John Michael McDonagh es marca de la casa. Su propio lenguaje, el humor castizo de la isla y el minimalismo de espacios y situaciones crean una atmósfera que va de menos a más, que interactúa con el espectador, que crea y consigue irremediablemente tenerte con una media sonrisa propia del humor calcinado que tanto me gusta, que tanto jugo tiene, en defintiva, el humor que advierte con solera, que no pretende ser tu amigo porque este va en solitario.
Y es que un país decapitado como el irlandés, a falta del añorado rostro del Ulster y la mirada más fresca de su capital Belfast, a falta de esto, por el momento de tronco y de cintura para abajo funciona bien. Desintoxicándose de toda la brutalidad McDonagh se ríe de su propio país, marca terreno y apenas tira de bandera y folclore porque su marca turística son esos rincones baratos, austeros y cutres. Un lenguaje verbal y no verbal estricto, directo. Una patria sin bandera.
Para quien vió Acid House, Trainspotting o conoce los textos de Irvine Welsh y la Escocia más profunda, El irlandés no le es especialmente nueva ni original aunque por el contrario se siente identificado, en su habitat, cómodo y disfrutando de un atmósfera rancia pero auténtica. Y no sólo es la peli de Gleeson sino la de todos los que le rodean que dejan huella de estupidez, falta de escrúpulos, mayoría de edad y falta de ella, vamos, unos sociópatas.
Jodidamente irlandesa. Mención especial a este nuevo director, el guión de la misma y al repertorio musical. Así empezó Tarantino (salvando las distancias y de género) pero este no era irlandés. Para empezar no está nada mal.