No voy a ponerme a gritar "el terror japonés está muerto" como haría (y ha hecho) mi compañero Beiger. Para empezar, porque para eso está él. Y para seguir porque, al fin y al cabo, todo género o subgénero conoce sus añitos de auge y luego vuelve a su cauce habitual, que no es otro que el de funcionar la mar de bien entre los aficionados al género en cuestión, pasando desapercibido para el resto. De tanto en tanto surgen excepciones, películas de interés o calidad superior que llaman la atención de todos. Y cuando se juntan en el tiempo varias de estas excepciones, tenemos eso que calificaba de "auge".
La verdad es que no conozco ningún título de calidad superior en este género, que podríamos denominar "nuevo terror oriental". No niego que lo haya, ojo. Digo que no lo conozco. No es un género que me llame y por eso nunca me he dejado atrapar por ninguna de las sucesivas apuestas que nos han venido llegado desde el Lejano Oriente. Su estilo oscuro, sibilino, un tanto absurdo, poco argumental y de banda sonora tan tenue como abstracta no me atrae.
Y eso que, igual que en este caso, algunas de estas películas han contado con estrellas norteamericanas muy de mi agrado (generalmente les tiran más las actrices que los actores, como protagonistas). Es el caso de Jennifer Connelly o, sobre todo, de Naomi Watts. Pero esta vez la protagonista es Sarah Michelle Gellar. Una petarda. No va conmigo.
Pero iba a lo que iba. Muchos de estos títulos no son malos. Técnicamente son, cuando menos, notables, y su apuesta temática es lo que es. No engañan a nadie. Y menos a sus aficionados. Que no se me enfaden si la puntúo tan bajo, pero es que a mí, lo que a ellos les parece inquietante y perturbador, a mí me resulta una tontería tan absurda como (a menudo) ABURRIDA.