Steven Spielberg, el genio, lleva demasiado tiempo abierto en el frigorífico y se ha quedado sin gas, sin fuerza. Así es su última película, El puente de los espías, y así vienen siendo, desgraciadamente, sus últimos trabajos. Antes era capaz de marcar en la memoria colectiva una imagen, un momento; ahora no alcanza para que recuerdes su película una semana después.
La factura es de alta calidad, y su colaboración con el director de fotografía Janusz Kaminski sigue dando buenos frutos, iluminando esos años 50 que ya conocíamos de la última entrega de Indiana Jones. Con una ambientación exquisita, con esos fluorescentes que ya estaban también en Indiana, esas gafas tan 50s, y todos los estereotipos del cine de la época. Rodada con buen pulso, pero muy lejos del ritmo al que nos tenía acostumbrado, y con muy pocas ideas visuales destacables. Con todo, estéticamente correctísima, a pesar de que no esté John Williams -se le echa de menos. Desde luego, es una película que se deja ver, no bajemos de ahí.
El mayor problema está en el guión. No ocurre nada, no hay conflicto real, aunque se pretenda forzar constantemente (el abrazo o sentarse detrás). Según va avanzando, se comprueba que todo lo que ha venido antes tampoco era realmente necesario para llegar al punto actual. La premisa es rutinaria aunque se quiera mostrar de otra manera. Esto no tendría que ser necesariamente un problema si detrás hubiera un cineasta que fuera capaz de hacer una análisis de contexto. Spielberg no es ese cineasta. Es quizá el mejor director de género de la historia, pero no es un intelectual, por más que se esfuerce. Amaga con varias cuestiones éticas, sociales, políticas, que podrían dar juego, pero no sabe desarrollar ninguna de ellas, y termina quedándose en lo más básico: un hombre tiene que hacer lo que un hombre tiene que hacer. La tenacidad de un hombre recto ante la adversidad -por si se nos escapa, está bien subrayado en una anécdota imposible que cuenta el espía. Pero ni el personaje es Atticus Finch, ni los momentos cumbre, demasiado forzados, consiguen emocionar. Y eso que Tom Hanks fuerza la máquina al máximo.
Quizá si los Coen, además de haberse encargado del guión, hubieran sido los realizadores, podrían haber dado su personalidad a la película, a través del desconcierto y el caos que se dibuja en la película y que Spielberg no consigue rematar. Spielberg busca la grandilocuencia y la flema, le encantan los discursos en el tribunal supremo, el cine serio. El resultado suele terminar siendo entre deslavazado, hortera y acartonado. Por favor Steven, vuelve a jugar.