El octogenario Alain Resnais no
está dispuesto a dar su brazo a torcer a estas alturas. No va a
renunciar a algunos de sus temas recurrentes: el recuerdo, la
percepción subjetiva, el punto de vista, el tiempo, la arquitectura
geométrica. Pero sobre todo, no va a renunciar a romper con la
narrativa tradicional que ya se le quedaba corta a finales de los 50.
No tengo nada contra los disparates, el
surrealismo, el humor del absurdo. Soy un firme defensor de la brillante Symbol o de
Rubber y su apología de la sinrazón. Me gusta menos la falta
de sinceridad con el espectador, las promesas incumplidas. Las
malas hierbas tiene un hilo argumental interesante, con intriga y
cuestiones perfiladas que mantiene el interés. Lo tiene hasta
determinado momento, concretamente la visita al cine del protagonista,
punto de inflexión remarcado visualmente como tal en varias ocasiones, que deja lugar a una
distorsión de la lógica interna y un crescendo de despropósitos
voluntarios que terminan en la coñera frase final. La historia del
acoso creciente, el descubrimiento del lado oscuro del personaje, que
tan bien se había desarrollado hasta entonces, por más que la
película estuviera plagada de extravagancias, se derrumba ante una
declaración de intenciones: el desprecio absoluto por la trama como
columna vertebral. Se convierte así en un respetable estudio sobre
lo irracional, en una representación surrealista de anhelos, ideas
preconcebidas acerca de la ilusión de la felicidad y en una gran
broma formal. Creo que si el juego es este, se ha de ser
suficientemente valiente como para plantearlo desde el principio,
creo que no vale usar el hilo argumental para atrapar la atención si
después se va a desechar de esta manera. ¿No reasons? Pues no
reasons desde el principio, con honestidad. Por otro lado, hay un
cierto tedio desde que la historia se pierde hasta que el disparate
total suple su lugar - y en definitiva, esto es lo peor.
Dejando a un lado estas consideraciones
sobre la honestidad y eficacia del guión, lo cierto es que Resnais
demuestra seguir en plena forma regalando secuencias con un estilo
adorablemente retro-moderno, es decir, que era rabiosamente moderno
hace cincuenta años. Planificación absolutamente personal,
evocadoras, psicológica. Incluso después de asistir a la ridícula
escena de las acrobacias, cuando se saca de la manga esa secuencia
con la cámara volando como un espíritu desde el cementerio hasta
las rocas golpeadas por las olas, con la música de un irreconocible
Mark Snow, uno siente que está viendo algo intenso,
importante, especial. Justo después, Resnais te suelta con la sorna,
desfachatez y el pitorreo que sólo un enfant terrible de la nouvelle
vague (o quizá también del Dogma) puede conseguir, la frasecita de
las croquetas.
Supongo que el mayor problema aquí es que no hay nada más desfasado que un viejo moderno. Con todo, valores interesantes en la película.