Esta es una de esas películas que
suponen un reto para el realizador. Al igual que Rodrigo Cortés en
Buried, Danny Boyle se enfrenta a una limitadísima
unidad de lugar, aunque no en el metraje completo, y se tiene que
contentar con los elementos que tiene a su disposición. Si en la
película de Cortés, el "truco" estaba en el uso del móvil para
incluir diálogos y nuevos personajes, aquí la vía de escape la
encontramos en unas tramposillas ensoñaciones. En todo caso, la
película que inicialmente parece que va a ser eterna, especialmente
en el bien elegido momento en el que aparece el título, se
desarrolla con un ritmo envidiable.
Y es que el director usa todo su
arsenal de recursos visuales. No es nuevo en el campo del delirio, ya
lo había trabajado con un Ewan McGregor pasando el mono, o un
DiCaprio pasado de vueltas. Se recrea en el uso de la pequeña cámara
digital que le permite de entrada crear monólogos e incluso
diálogos, también le da la oportunidad de mostrar al personaje
nuevas situaciones, como cuando ve la grabación de las chicas; pero
sobre todo, le da un nuevo recurso visual que explotará al máximo.
Cabe destacar la valentía de Boyle al rodar la película en digital,
y no tener miedo de que el contraste con los planos de la cámara del
personaje no sea sufuciente. De hecho, este amante de las texturas,
ha utilizado por lo menos seis cámaras diferentes, de categoría
bien diferenciada, algo que es de agradecer en el resultado final.
Cada ángulo es distinto, si vemos al personaje, después aquello a
lo que mira y volvemos a él, nunca volvemos al mismo ángulo de
cámara. Boyle no escatima en rodar cientos de planos distintos,
imaginando nuevos ángulos.
Mención aparte para dos secuencias. La
terrible tormenta que parece un diluvio, con la ensoñación más
tramposa y la más potente también. Y por supuesto, la escena a la
que todos estamos esperando y de la que todos queremos huír: la
amputación. Aquí, el director podría optar por un estilo
hiperrealista con imágenes muy detalladas y sonidos muy realistas, a
la manera del gore francés, con lo que ya habría conseguido
revolver estómagos. Pero no, va un punto más allá y en lugar de
apoyarse en el realismo, precisamente usa adornos y complementos
audiovisuales que resultan más crispantes que una mala sesión en el
dentista. Con la rotura del hueso, el brazo deja ver al moverse un
fogonazo de luz hacia la cámara. Cada tendón que corta con la
navaja lleva acompañado una acertadísima disonancia, como si
cortara las cuerdas de una guitarra diabólica. El resultado actúa
directamente sobre los sentidos para apoyar el dolor psicológico.
Todo un acierto.
Me sumo a las alabanzas hacia James
Franco, que sabe hacernos vivir ese infierno, y que está
realmente bien. Y como siempre, en las películas de Boyle, una banda
sonora excelente y bien usada. Una película que funciona
perfectamente, aunque no sea para todos los gustos, ni mucho menos
para todos los estómagos.