El perfume tiene momentos realmente diferentes. Brillantes. Esplendorosamente tanlentosos. Su acercamiento visual al sentido del olfato es, por momentos, acertadísimo, casi realmente sensitivo.Tiene secuencias poderosísimas. Tiene una dirección de actores... sí, diferente. Consigue que un actor tan extrañamente inexpresivo como Ben Whishaw esté simplemente en su punto, un tanto absurdo, un tanto marciano. Y matiza hasta el extremo a sus actores más conocidos para aprovecharlos realmente solo cuando es necesario.
Pero El perfume desaprovecha todo su talento, todo eso que la hace diferente, al emplearlo en un conjunto finalmente convencional. Nada diferente. Y El perfume pedía a gritos ser una película diferente. Ese es el regusto final que a uno le queda y es una pena, porque por el camino uno ha saboreado (y, por qué no, olfateado) momentos, lugares, rostros, colores y secuencias bellísimas. Una belleza innegable incluso en los más apestosos escenarios de esa vetusta Europa.
El arranque es interesante por extraño. El aprendizaje de Jean-Baptiste es realmente magnético, intrigante. El reguero de fortuitos cadáveres que quedan a su paso multiplican su aura trágica. Pero Jean-Baptiste acaba diluyéndose en simple perseguidor de una muchachita hermosa sobreprotegida por un padre emparanoyado. Lástima. Eso lo hemos visto mil veces. Incluso la película acaba por convertir a su maravilloso, especial, diferente y portentoso protagonista en un simple secundario, por minutos.
Y, al final, la película pierde la sutileza con la que, aquí sí, había sabido narrarnos absolutamente todo. A Tom Tykwer (al que hay que reconocerle la belleza visual de la cinta) se le va la mano con la orgía final. Tan fuera de lugar como, sobre todo, ridícula. No hacía falta ser tan inoportunamente extravagante para demostrar el poder del perfume.
Lo positivo es que, si todo esto es una verdadera lástima, es porque por el camino la película tiene muchísimas cosas hermosas. Sí, diferentes.