El visionado de una película de Bela Tarr merece la pena tan sólo por la fotografía y el uso de los planos secuencias. Si a esto se le añade, como en esta ocasión, un plano secuencia inicial de 20 minutos, diseñado y realizado con una maestría sublime, uno puede quedarse más que satisfecho.
El punto de partida de esta película es una novela de Georges Simenon, uno de los padres de la novela negra. Sin embargo, en manos de Tarr, los géneros no tienen sentido, porque sólo existe su mundo, ése al que retorna una y otra vez. Uno ve el bar donde transcurre gran parte de la trama de esta película, y está viendo el mismo ambiente viciado y lento, de acordeón, del bar de Karhozat. Bela Tarr consigue siempre el máximo minimalismo de argumento, con la mayor complejidad formal y encorsetamiento, una mezcla que dota a sus films de una personalidad muy acusada.
¿El problema? Que en este planteamiento que hace Tarr no tiene sentido alguno una trama de género negro. Y eso hace que el espectador se dé cuenta de que incluso al propio Tarr no le interesa gran parte de lo que cuenta, sino el cómo lo cuenta. La fotografía es digna de estudio fotograma a fotograma. Y a un maestro no se le puede ver el truco.
Mención especial para la polivalente Tilda Swinton, que no se amedrenta con un personaje interpretado en húngaro. Una crack.