Resulta que la referencia que hacía mi compañero Hypnos a Taxi driver, respecto a la naturaleza de esta película, va muy bien orientada. Lo digo en un sentido: La relación es directa, entre ambas. Pero, aunque entiendo algunas de sus apreciaciones (sigo hablando del colega Hypnos), a mi personalmente me ha molestado enormemente el cariz de plagio que algunos momentos de la película llegan a tomar... La inspiración llega al extremo del calco.
Ese ciudadano que se siente un don nadie y que quiere demostrar que también puede servir para algo, buscando ese redención personal en el equivocado camino de la violencia y la destrucción, era también la base de Taxi driver. Y de muchas otras películas. Ningún problema hasta aquí. Es más, entre los aciertos de El asesinato de Richard Nixon está el de saber ubicar esa idea nuclear, perfectamente, en el entorno social e histórico que la película retrata.
Pero ese ramo de flores que nos lleva en elegante movimiento de cámara hasta el teléfono... El hombre que cambia su aspecto facial, en un claro símbolo del primer gran punto de inflexión en la mentalidad del personaje... Los planos urbanos... Los primeros jugueteos distraídos del personaje con la pistola... El protagonista siempre pendiente de la, televisión, en su soledad... La narración en off mediante una especie de carta-diario... ¡Sean Penn ensayando, como si fuera De Niro ante el espejo! ¡¡¡Pero por favor!!! Y podría seguir. Los momentos más flagrantemente copiados llegan, incluso, en planos e imágenes concretas.
Para colmo, cae la película en un fallo crucial. Taxi driver acertaba en cargar la película de una tensión malsana que, directamente, no es que creciera a lo largo del metraje, sino que se iba acumulando de una manera brutal hasta que, inevitablemente, explotaba en el tramo final (incluso con el acierto del primer intento frustrado de asesinato que desvía inesperadamente esa violencia final hacia un lugar menos esperado). Aquí, durante la primera hora de película, muchos de los momentos se resuelven de manera un tanto más anodina, como confiando en que la atención total puede conseguirse solamente con el gradual y exactísimo desarrollo del personaje. No es casualidad que la violenta frustración del personaje de Penn con el de Naomi Watts, o ese préstamo que nunca consigue contengan los momentos más interesantes.
No hay fuerza en esa tienda de mobiliario. Siempre vemos a ese don nadie ninguneado y ridiculizado, escena tras escena. El cambio llega tarde y lo hace en una escena demasiado forazada. Apenas hay chicha en cada segundo que comparte con su querido amigo Don Cheadle. Penn mantiene el interés con una fuerza fuera de lo normal, y le ayudan momentos como los que citaba. El director se limita a seguir la evolución de su protagonista con cierta frialdad y como temiendo, siempre, resultar incongruente, falso, poco creíble. Esa caída libre del personaje de Penn tiene que ser gradual, exactamente gradual, perfectamente gradual. Y en eso parece empeñarse, únicamente.
Por otro lado, estos errores se agravan con elementos aislados del guión, como ese hermano que le acusa de robarle. Una aparición que no me ha gustado nada, pero nada, absolutamente nada. Un truco barato de guión tramposo, introducido casi a la hora de película, para complicar aún más la situación del protagonista, excusando y justificando la naturaleza y aparición de esa escena con un pequeño apunte que apenas ocupa unos segundos al comienzo de la película. Como digo, muy tramposo.
Tirando por el lado bueno, es innegable que la película tiene una factura técnica, sobre todo, elegante. Está muy bien trazada visualmente, aunque desde luego no llega al virtuosismo formal de su modelo imitado. Los actores, aparte de la master class de Penn, están simplemente maravillosos. Y hay que reconocer que la película va recuperando poco a poco el interés según la parte final se acerca. Aunque eso sí, muy al final; y es que la interesante idea a la que parecía ir encaminado el personaje, aparece en esa última parte de la cinta. Muy última. Demasiado última.
La escena de la terminal, esa última curva hacia la recta final, esa entrada en los últimos diez minutos, es, de repente, prodigiosa, apoyada en un Sean Penn sentido, emotivo. El cierre de la secuencia es bueno. Con fuerza. Con detalles sobresalientes y algún plano desacertado. Pero nada demasiado molesto.
El sabor final no es tan amargo, pero los defectos son varios, y alguno muy ruin.