Crítica de la película Les Fourmis rouges por Keichi

Telefilm de fin de semana


2/5
03/10/2007

Crítica de Les Fourmis rouges
por Keichi



Carátula de la película La opera prima del director belga Stéphan Carpiaux es un drama sobre una familia rota y las extrañas relaciones que mantienen sus dos componentes, un tema bastante recurrente dentro del cine que produce el viejo continente. El principal interés del film radica pues en el análisis de un núcleo familiar disfuncional, compuesto por un viudo y su hija, ambos atrapados en una sucesión viciosa de dependencia filial y negación del amor. Pero lo cierto es que Les fourmis rouges no se limita a adentrarse en esa relación malsana, sino que proyecta a lo largo de su metraje otras tantas relaciones y temáticas. Tal es el caso de la amiga del progenitor de Alex y sus ofertas de ayuda, la particular manía que ataca a Franck cada vez que ha de enfrentarse a los árboles de la carretera o la historia del ingenuo Hector y su anhelo por ingresar en un conservatorio. Es precisamente esa diversificación de temáticas -demasiado excesiva para que un director novel lleve a buen puerto y en tan poco tiempo tantas líneas argumentales- la principal causa de que el film naufrague por los cuatro costados. Solo eso explica que al acabar la película algunas de estas historias queden sin resolver.

Los actores son bastante solventes, aunque quedan lejos de servir para una película que deba sostenerse exclusivamente gracias a sus interpretaciones. La más destacable es sin duda Déborah François, a quien ya vimos a las órdenes de los hermanos Dardenne, bastante convincente en su rol de adolescente confundida y rabiosa. Lo cierto es que el personaje que interpreta no hace justicia a la calidad de la actriz. Por su parte, el personaje que encarna la solvente Julie Gayet no queda todo lo desarrollado que debiera. El resto de intérpretes responden a personajes estereotipados, de que ahí que el papel de muchos de ellos en la historia se reduzca a una mera caricatura -alguna de ellas verdaderamente bochornosa- y no podamos juzgar sus verdaderas dotes actorales.

Stéphan Carpiaux no quiere (o no se atreve) a plasmar de manera más explícita la relación de carácter casi sexual que mantienen la actriz Déborah François -francamente hermosa en su papel de lolita- y su padre. El director solo acierta a mostrarnos ciertas escenas con una pretendida carga sexual pero que quedan demasiado desdibujadas, no precisamente por ser sutiles. Lo mismo ocurre en otras escenas similares, como la de la sesión fotográfica a cargo del tendero. La suplantación de roles como método de estudio de los personajes se ha visto ya muchas veces en el cine como para que la película no lo tenga fácil a la hora de ofrecer algo nuevo, pero es que el esfuerzo que realiza en este sentido es completamente nulo. De este modo, la dicotomía entre Alex y su padre encuentra su contraparte en la relación que mantienen Hector e Irene. Así como la primera trata de suplantar a su difunta madre, no solo en las labores de la casa, el segundo ha asumido muy a su pesar el rol del fallecido marido de su tía adoptiva. Si el director pretendía lograr cierto simbolismo, en alusión a la situación de los protagonistas, al usar la metáfora del aislamiento -el de la gasolinera que regentan Alex y su padre, en medio de un bosque de Las Ardenas- el intento no funciona en absoluto. Da la impresión de que las localizaciones sean tan solo una excusa para que Alex ubique su refugio secreto dentro de un bunker abandonado. ¡Que metáfora más manida!

Pero quizás lo más desconcertante de todo el film sea ese final feliz que no casa absolutamente para nada con todas las pistas que la película nos ha ofrecido a lo largo de su desarrollo. Es muy respetable que Carpiaux quiera ofrecer a sus personajes la oportunidad de un futuro mejor, pero no a costa de jugar con los espectadores. Pasamos de escenas de una pretendida dureza, como aquella en la que Arthur Jugnot insulta al cadáver de su autoritaria tía adoptiva, a un desenlace en el que los dos jóvenes protagonistas se dan un paseo en motocicleta acompañados de una alegre canción, como si nada de lo anterior hubiera ocurrido o, peor aun, no tuviera ninguna importancia. Aunque quizás lo más desesperante de todo el film sea la sensación de ya haber visto esta misma historia plasmada en muchas otras películas con mejores resultados.

Si se decide entremezclar en un mismo producto dos estilos tan diversos como el cine de autor y la cinematografía más convencional, muy hábil se tiene que ser para que el conjunto no acabe por derruirse como una torre de naipes. Aunque la película pueda parecer pretenciosa en algunas de sus formas (sin ir más lejos, la cansina repetición del extracto del cuento infantil que le da nombre), el producto acaba por convertirse en una producción que en sus peores momentos recuerda a un telefilme de fin de semana. Es cierto que se nota ese aire de cine europeo, pero en el peor de los sentidos. La inexperiencia del realizador en el mundo del largometraje no es excusa posible. Cuando ni siquiera el propio director tiene claro el rumbo que debe orientar su película, no puede esperarse nada bueno. Si pretende simplemente contar una historia, no la desarrolla adecuadamente. Si su intención es moralizar, no hay más que decir. ¿Lecciones sobre la vida? Las justas.




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