Tomboy tiene una premisa atrevida. Estamos ya acostumbrados a ver películas sobre la identidad sexual desde diferentes puntos de vista y con muy variados tonos, pero no es habitual, por delicado quizá, que se trate en tan temprana edad. La valentía de hablar abiertamente de este tema y la delicadeza de no caer en el mal gusto o en el dramatismo excesivo, hacen ya de ésta una obra interesante, a tener en cuenta.
Por otra parte, su protagonista, Zoé
Héran, que tiene una tarea nada fácil, demuestra ser una
intérprete impecable, ciertamente precoz. Con estos elementos, que
no son pocos, el resultado es bastante digno. Desgraciadamente, no
hay mucho más.
De tanto reducir, resulta anecdótica y
extremadamente superficial. Una vez dados los primeros pasos en un
tema tan complicado, uno se queda con ganas de ahondar un poquito más.
Las situaciones son demasiado evidentes, las primeras que vienen a la
mente pensando en la cuestión: el deporte, el baño, mear... Por
otro lado, al centrarse tanto en la niña, el resto de personajes
quedan desdibujados y, en concreto, el personaje de la madre resulta
algo dudoso en sus acciones. La reducción también implica ese cúmulo de escenas
rutinarias, tan de moda en el cine independiente francés, que
aportan más bien poco a la película.
La dirección de Céline Sciamma resulta la copia de la copia de la enésima película festivalera
de planos cerradísimos pintados de color carne y con un cargante
conjunto de sonidos muy corporales. Un estilo muy trillado. En
definitiva, una película que con algo más de talento, en la
dirección, en la originalidad y en el desarrollo de los personajes,
podría haber sido mucho más interesante.