En 1936, Chaplin ya nos alertaba de la
alienación que produce el trabajo mecanizado en Tiempos Modernos.
Un obrero dedicando su jornada a hacer un movimiento mecánico y
repetitivo que no tiene ninguna relación directa con el producto
final, elimina toda la satisfacción del trabajo y anula la
creatividad. El futuro que nos presenta Terry Gilliam es aún
peor. Nuestro protagonista no es un obrero haciendo un trabajo manual
repetitivo en una cadena de montaje, donde al menos uno puede
abstraerse y pensar en otra cosa. Su trabajo requiere una entrega
mental absoluta, enfrentarse a retos intelectuales, pero como el
obrero y los engranajes, este personaje no es consciente ni mucho
menos del resultado final. Esto no es ciencia ficción; es real, hoy.
La modularidad nos permite trabajar sobre pequeños retos
intelectuales que no tienen por qué estar directamente relacionados
con el tema principal del proyecto completo. Como también es real, y
bien representado, ese trabajo donde todos se reúnen pero trabajan
separados, juntos pero yuxtapuestos, sin formar un verdadero equipo.
Cada uno trabajando en el pequeño módulo que la megacorporación ha
designado para ellos.
Resulta interesante su aplicación a
las matemáticas. El proceso visual de resolución de problemas
algebraicos por módulos es una de las ideas más estimulantes de la
película. Prescindir de la comprensión del problema y atacarlo por
fuerza bruta, resolviendo pequeños elementos de una matriz
gigantesca. En cierto modo, representa la deriva de las matemáticas
y otras ciencias cercanas. Cuando se resuelve un gran reto, como, por
ejemplo, el último teorema de Fermat, hay un matemático que se lleva la fama, pero su demostración se
compone de muchos pequeños módulos, aparentemente menos relevantes,
que han resuelto otros matemáticos que ni siquiera pretendían
resolver este problema. Hago hincapié en esta cuestión pues es una
particularidad intrínseca en la ciencia moderna, no es una decisión
de una empresa capitalista que quiere ganar en eficiencia a costa de
la salud mental de sus operarios. Es el problema de la
especialización, una cuestión con la que lidiar a la hora de
conservar el espíritu científico creativo.
En todo caso, matemáticas aparte, por
supuesto que aquí hay una megacorporación malvada. Gilliam ha
vuelto a jugar con el cyberpunk, como ya hizo en Brazil. Tiene
algunos elementos novedosos que lo acercarían al postcyberpunk, como
puede ser la publicidad contextual en las calles, la gestión
razonable de la energía con coches ligeros o un uso social de
Internet, cuestiones todas inevitables en una película de nuestro
tiempo. Sin embargo, sigue manteniendo una mirada pesimista de la
tecnología y un desprecio por el cuerpo físico que la sitúa
claramente en la línea tradicional del género. Hay que puntualizar
que, aunque la empresa tiene aspiraciones megalómanas, en la
película no aparece inaccesible o gigantesca; de hecho, el extraño
director, bien interpretado por un estrafalario Matt Damon,
aparece con más misterio que distancia. Está claro que todo desde
la licencia poética de un Gilliam que no duda en jugar con sus
apariciones y su ropa de una manera casi fantástica. Otro de los
temas presentes, típicos del género, es el aislamiento social que
denuncia, donde el protagonista vive como un auténtico hikikomori,
sin salir de casa. Aunque lo suple de alguna manera con su conexión
online, no termina de ser, hasta el final, una dimensión real. Algo
superado en los postcyberpunks, como por ejemplo, en la reciente Her,
donde las relaciones virtuales son igual de válidas que las físicas.
Hace poco escribía sobre 1984 y citaba Brazil de Gilliam. En esta película hay una clara
presencia de ese control absoluto de la empresa y su líder máximo,
a través de las cámaras y de la vigilancia de otros trabajadores.
El colmo de esta representación es un cristo con cabeza de cámara
de vídeo: la sacralización del control. Si unimos ya todos los
cabos podemos llegar hasta el clásico Un mundo feliz donde la
cadena de producción se idolatraba cual religión con su padre,
Henry Ford, como máxima divinidad.
En definitiva, Gilliam habla del
sentido de la vida, esta vez de verdad, no como en El sentido de
la vida. O más concretamente, sobre la búsqueda del mismo. Y de
cómo la alienación del mundo actual nos aleja de tener una noción
cercana. El protagonista se empeña duramente en un trabajo que no
entiende, mientras espera pasivamente la llamada, y formando
precisamente parte de un todo que busca descartar tal sentido.
Literalmente: cuanto más trabaja más cerca está de la conclusión
de que no existe este sentido. Finalmente, en la búsqueda de ese
sentido, evolucionará dentro de una realidad mental pura. En una
línea muy cercana, resulta mucho más refrescante la propuesta de
Hitoshi Matsumoto en Symbol.
Lo cierto es que la película no tarda
en fracasar. Como el protagonista, Terry Gilliam parece perdido
buscando la esencia de su película y se diluye por unos derroteros
erótico-festivos que no llevan realmente a ninguna parte. El
resultado es aburrido en el segundo tercio y solo se recupera un poco
al final, aunque sin terminar de rematar la idea. Plantea bien los
escenarios y las preguntas, pero lo hace todo ya en su primer tercio.
Visualmente la película se beneficia
de la gran imaginación del cineasta, de los contrastes, de las
decisiones insospechadas. Aunque en su mayoría son elementos que no
terminan de sorprender conociendo su obra. La presencia de Christoph
Waltz, con el cráneo rapado, que como se le define, parece el
último elemento de la evolución, puro cerebro y poco cuerpo (nada
más cyberpunk), resulta de lo más efectivo a la hora de mostrar esa
búsqueda. Vive en una iglesia y viste y vive como un monje,
únicamente buscando el sentido de la vida.
Todas las ideas están ahí,
prometedoras y con mucho potencial, pero Gilliam no sabe
desarrollarlas más allá de su planteamiento y se conforma con
entretenernos con sus delirios surrealistas y su humor bizarro. El
contenido falla.