Una cosa no se le puede quitar al film, su fuerza, su don para transmitir alegría y esperanza en mitad de la nada. Iciar Bollaín logra con el molde perfecto, Verónica Echegui, que todos creamos y lo hagamos con firmeza, en la sonrisa. El objetivo del film era el que era y lo logra, sensibilizar y trasmitir, soportar en nuestras espaldas la historia real de un personaje envidiable.
Ha conseguido que una historia real se haya convertido en una ficción bonita, y ese mérito brutal hay que gestionarlo con una estrella más. La rica y sonriente cadena de montaje de la película, el paso de escena a escena con el cariño de los niños siempre presente, la modesta puesta en escena y el magnetismo de una actriz que siempre cautiva, hacen del film un lugar afable donde entrar si uno busca un cine más sencillo, cierto, pero no por ello malo.
Esta directora no va a tener más la sospecha y la duda desde mis palabras. Su capacidad para hacer latente y posible cualquier lazo inverosímil de guión, hacen de ella un valor seguro y ahora más que nunca en el universo de un cine caduco y sin originalidades en su horizonte.