Crítica de la película La vida interior de Martin Frost por Keichi

Un bello cuento literario


4/5
04/10/2007

Crítica de La vida interior de Martin Frost
por Keichi



Carátula de la película El escritor y cineasta Paul Auster vuelve a ponerse a los mandos de una producción cinematográfica con La vida interior de Martin Frost, casi diez años después de su ultima producción, Lulu on the bridge. Aunque los más perspicaces puedan encontrar ciertos paralelismos entre esta última y el film que ahora dirige, lo cierto es que hay que comenzar diciendo que la idea en la que se basa La vida interior de Martin Frost no es demasiado original, sobre todo si tenemos en cuenta otros precedentes similares, ajenos al propio Auster. El más claro lo encontramos en el mundo del comic, en una de las historias cortas de la novela gráfica The Sandman recogidas en el recopilatorio País de sueños, de Neil Gaiman, más concretamente en el fragmento titulado Calíope. Aunque la película que ahora nos ocupa discurre por derroteros bastante menos siniestros, la mención a esta obra, cuyos paralelismos con el argumento de La vida interior de Martin Frost son más que sospechosos, no es en absoluto casual.

Pero dejando a un lado las posibles inspiraciones en las que Auster haya podido basarse a la hora de realizar el guión de su nueva película, lo cierto es que nos hallamos ante un bello cuento para adultos, un género cada vez más de moda y que autores como el citado Gaiman (en su vertiente como escritor, una de las muchas en las que se prodiga) han ayudado a acercar a un publico cada vez más generalista. Por fortuna, hoy en día la fantasía ya no queda relegada al extracto social de los infantes o de los fanáticos del género, como bien demuestra, por ejemplo, el éxito de una película como El laberinto del Fauno. Sin entrar a valorar otras cuestiones sumamente interesantes pero que no atañen a la crítica de esta película, si que resulta necesario mencionar brevemente al imaginario de Auster, ese mundo entre onírico y terriblemente cotidiano que otros autores de moda como Haruhiko Murakami han adaptado a sus propias posibilidades. En efecto, el origen del guión de la película se haya en un relato corto del propio Auster.

El archiconocido ego del escritor queda patente no solo en el hecho de que, en cierto modo, este se transmute en el personaje principal de su película, sino en que intente disimularlo haciéndose pasar por uno de los amigos que le prestan la casa. Los más atentos podrán descubrir en uno de los planos iniciales una fotografía en la que aparece el director con su supuesta pareja en la ficción. Por cierto, si alguien se pregunta a cual de los dos representa Auster, si al invitado o al propietario de la casa, que no le quepa ninguna duda: es ambos. A raíz de este personaje, nos vemos introducidos en el particular universo de Martin Frost, un escritor de éxito que descansa tras un periodo de duro trabajo en una casa perdida en mitad de ningún sitio. En esos espacios imposibles de ubicar suele ser habitual que acontezcan sucesos fuera de lo común, y así será cuando Martin se encuentre en la cama una mañana a la risueña Claire. Lo que comienza como un romance va, poco a poco, convirtiéndose en un suceso de tintes más mágicos que sobrenaturales.

Una gran parte de la película se sustenta sobre la relación que mantienen estos dos personajes. La esencia sobrenatural de Claire se nos va desvelando poco a poco, de una forma nada forzada. La aceptación de su extraño origen por parte de Martin, tremendamente natural, se explica por la esencia de cuento a la que ya nos hemos referido. La cita al texto de Berkeley por parte de Claire es una clara referencia a su naturaleza de esta, una manera de hacer comprender sutilmente a su amado qué no es humana, sino una especie de musa sui generis. En adelante, la relación de ambos comienza a entrar en una peligrosa dinámica, consumada cuando el escritor termina su nuevo relato. La huida frustrada hacia el aeropuerto nos mete directamente en un segundo bloque narrativo perfectamente diferenciado. Ciertamente, este segundo tramo de la película tiende a ser demasiado repetitivo. El plano elevando la cámara al cielo o la escena en blanco y negro del sueño con su posterior despertar a un mundo donde Claire ya no está se repiten una y otra vez sin cesar en el tramo final de la película, hasta llegar al punto de casi hastiar al espectador. A pesar de la belleza de esas escenas de ambos separados por una puerta, incapaces de hacer coincidir sus dos mundos, la película comienza a aburrirnos.

Y es precisamente en ese momento cuando el guión decide cambiar completamente de registro para, tras unos breves escarceos con el humor, convertirse definitivamente en una comedia. Seguramente más de uno piense en un giro oportunista, pero lo cierto es que la aparición del personaje de Michael Imperioli nos distrae de la historia principal. Sus ocurrencias y extravagante personalidad van a desembocar finalmente en una revelación que es a la vez el mejor gag de toda la película y una posible salida al laberinto en que se hallaba atrapado nuestro deprimido escritor. Con la entrada en escena de Anna, nos deslizamos suavemente hacia un desenlace que deja muchas cosas a la interpretación del espectador. Lo más agradable de todo es que, como un buen cuento, se trata de un final feliz. ¡Que hermoso es ese plano en que las miradas de ambos se encuentran a través del espejo! En este caso es muy posible que más de un espectador descontento acuse a la película de ser demasiado blanda. Lo cierto es que a mí este tipo de historias me pueden. Si algo hay que agradecerle a La vida interior de Martin Frost es sin duda su bondad, casi un acto de fe, más que una exigencia, una confianza depositada en la buena voluntad de los espectadores.

Al ser esta una producción rodada con pocos medios y ambientada en una única localización, la presencia de los actores ha de ser tremendamente importante. En efecto, los intérpretes asumen aquí todo el peso de la historia y lo cierto es que los resultados son de lo más satisfactorios. David Thewlis, secundario habitual en innumerables producciones, asume por fin un rol protagonista y lo cierto es que no decepciona en absoluto. El carisma del actor hace que el público enseguida enfatice con él. De hecho, funciona mucho mejor cuando asume el papel de hombre enamorado que con su inicial faceta de escritor enfurruñado. Irene Jacob no destaca por sus dotes interpretativas, pero si por su belleza, logrando que nos creamos su función de ángel inspirador. De Michael Imperioli ya se ha comentado su buena labor como cómico. Como para confirmar que todo queda en casa, completa el reparto una breve aparición de la hija de Paul Auster, Sophie, en la que el director ha querido perpetuarse, además de demostrarnos sus buenas dotes como cantante. Su intervención es meramente anecdótica, pero viene a demostrar, una vez más, la particular megalomanía de su padre.

La excelente banda sonora de Laurent Petigand, cuyas melodías orbitan en torno al piano, termina de poner el broche de oro a una película que más que dialogar sobre el proceso creativo del escritor (por mucho que introduzca esa imagen de la máquina de escribir suspendida en el vacío), se limita a contarnos un cuento fantástico con final feliz. No pretende dar lecciones ni que el espectador entresaque complejas conclusiones. Solamente plasma en pantalla la historia de un amor fantástico e imposible, ingenua, alargada y quizás demasiado idealista, pero tremendamente hermosa al fin y al cabo. Y eso ya es decir mucho.




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