Uno no es del todo consciente de que está viendo una nueva de Tarantino y que está sumergido hasta el fondo en toda su ceremonia hasta que la está viendo. Pocos en estos tiempos te brindan más de dos horas y media de todo lo que necesita un espectador para salir saciado de buen cine en general, acción, fotografía de lujo, interminables secuencias, actores de primera, sangre, música y diversión. En la memoria y sobretodo en su filmografía quedan los mejores títulos de las dos últimas décadas. Pero Django desencadenado se queda fuera. Que es Quentin Tarantino en estado puro es una realidad. Y que tiene todo lo que tiene que tener para tener su denominación de origen es obvio. Sin embargo, no se puede vivir de las rentas tal y como lo hace este genial director. Que todo lo que hace sea un calco de lo anterior, de lo de siempre, comienza a ser para mí al menos, una ilusión porque sabes lo que vas a ver y que te va a gustar pero a la vez una decepción por no saber hasta dónde está dispuesto a llegar o si está limitado para probar otros escenarios de modus operandi.
Ni el espacio ni el tiempo se repiten pero me desmotivo pensando que no quiere ir más allá, que no quiere hacer nada diferente, probar cosas nuevas. En este sentido, Django intercambia las cadenas para entregárselas a Tarantino, pues, de haber un encadenado en esta cinta es su propio creador. Un universo alternativo no estaría nada mal. Y ¿por lo demás? Que la nieve, las montañas, el frío, los revólveres, los caballos, Django, los juegos dialécticos, el salvaje oeste, el racismo, el universo tejano y etcétera y mil etcéteras te conquistan y te grapan a la butaca. Aún así un toque de atención, Quentin.